viernes, 7 de julio de 2017

Cerrar el libro

De chico pasaba el rato imaginando posibilidades, lugares, amigos, besos, dramas. El tiempo transformó la imaginación en memoria

Entre tanto, pasa alguna mosca. La veo. Ya es una más entre las anteriores. El primer indicio de vejez es la incapacidad para sorprenderse. Ya no hay detalles en la mosca, ya es cualquier mosca, es la que no me dejaba dormir en la playa, es la que le di de comer a la araña, es la que aplasté con bronca por haberse posado en mi plato. Antes hubiera sido la mosca, ahora no es más que una mosca.

No puedo ver la lluvia sin ser viejo. 

Porque antes no importaba si me mojaba. El mayor deseo para una noche de cita era la lluvia, no habría nada más romántico, nos obligaría al refugio, al acurruco debajo del paraguas, al abrazo.  La lluvia antes me empujaba hacia al amor y ahora, que soy viejo, sólo hacia la miro y la detesto. Detesto mis pies fríos, detesto la humedad que lame mi espalda.

No puedo leer novelas sin ser viejo.

Porque antes descubría argumentos, me asombraban los personajes, amaba los circunloquios que alimentaban una reflexión "más se disfruta lo que más se espera". Pero ahora no tengo tiempo, las perífrasis me aburren, los personajes me parecen desgastados, las historias obvios. Obviando detalles, siempre se habla de lo mismo: el sin sentido de la vida. 

Por suerte, la vejez tiene algunas ventajas. Entre ellas, el olvido de la sorpresa que siempre confunde. Acción poco apropiada para el corazón. Mantenerse seco y alejado de las peligrosas lloviznas, aquellas que adormecen el cuerpo, es otra virtud. Evitar la lectura de obras empalagosas, cerrar el libro y tirarlo por ahí. 

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