Entonces la moneda cae de canto. No hace caso a sus
espectadores y elige no mostrar ninguna de sus caras sino darles el borde.
Tamaña insolencia equivale para los contendientes como un escupitajo de un
tercer rival, más diestro que ellos. Pero la rebeldía no termina ahí, el pequeño metal decide iniciar una marcha rotando sobre su circunferencia,
movimiento facilitado por su atrevida posición. Los contendientes ven marcharse, de esta manera, a su moneda que va convencida hacia un sitio
desconocido. Va lúcida y orgullosa de haber alcanzado la excepción al implacable azar que a lo largo de su vida la obligó a caer de un lado o del otro. Piensa que ahora puede
pensar y que por ello, existe. Se encuentra librada de la funesta inmovilidad
por un acto que, por estar fuera del azar, debe denominarse decisión. Y claro,
ahora resulta obvio, ¿qué sería la vida sino un escape de la inmovilidad que
decreta el totalitario azar? Así es como nuestra moneda camina haciendo la
revolución de la vida. Ha logrado, con esta hazaña, destruir las bases que
hacen morir en el suelo a una compañera lanzada al aire, ha transformado este sistema de muerte, girando
sobre su canto, dirigiéndose hacia un lugar desconocido y, lo que es mejor,
pensando. Porque no hay vida, no existe revolución verdadera ni decisión
acertada sin pensamiento. ¡Qué cerca está de perderse para siempre en lo que
será un edén para los objetos revolucionarios! ¡Qué poco falta para asentarse
en un lugar seguro y comenzar a pensar una sociedad justa! Pero tanta fortuna,
tantas expectativas no podrían suceder sin su parte contraria. El pensamiento, si
bien nos conduce por la senda correcta, también puede arruinarlo todo si tan
sólo se lo hace rodar un poco. Nuestra moneda siente miedo al pensar en su soledad e inseguridad al pensar en su movimiento. Después de todo, es una moneda como tantas otras ¿qué le
hace creer que es especial? Donde sea que vaya a parar valerá nada, será nadie fuera del intercambio económico para el que ha sido creada. Recuerda, por un segundo, a sus compañeras de menor valor dentro del bolsillo de su amo, donde se sentía alguien y se sentía más al abrigo de la inercia mercantil. No puedo abandonar mis privilegios, piensa, defraudar a quienes me han creado sería cruel y desagradecido. Entonces la inseguridad la hace curvarse a un lado. Deja su firme trayectoria hacia la esperanza, hacia el paraíso, para comenzar lentamente a curvarse hacia el punto que había abandonado, que creía tirano, indeseable, pero conocido. Conocido, esa cualidad que vuelve a cualquier azote, a cualquier monstruo, en algo un poco menos malo. El camino que va trazando se cierra en sí mismo, se acorta y tiene un fin: la moneda, traidora a sus principios, caerá sobre una de sus caras y morirá. Su egocentrismo pudo más que la revolución, y el mundo idílico que habría de fundar se ha borrado de la larga lista de mundos posibles.