domingo, 6 de noviembre de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio final.


El momento que debía ser imborrable
El último jueves llovió un montón. La feria no armó. Pero eso no me ponía de mal humor. El sábado me iría en  un micro común y corriente. Por fin, a casa. 

A la noche tenía ganas de salir, pediría pizza y me la quedaría comiendo por ahí. Donde fuera, a pesar de tanta lluvia. 

Miro el cel, dan las doce en punto. Pienso que ya es viernes, que ya falta menos.

Entro en la pizzería. Hola, buenas noches, ¿tienen pizza que les haya sobrado de hoy? Sí, quedó, esperame. Me alcanzan una caja de pizza llena de porciones hasta el mango. La agarro, estaba caliente. Muchas gracias, digo con mi mejor sonrisa de mendigo. 

Todavía llovía. Voy rápido por debajo de los techos de la vereda para no mojar la pizza. Eran demasiadas porciones para mi solo, pero no quería volver a chamacos a compartir con la gente. Necesitaba soledad.   

Llueve y no sé donde meterme. 

Camino por la costanera. Justo en frente de la feria hay un edificio en construcción, debajo hay un escalón largo y protegido del agua en el que me podía sentar con la seguridad de no molestar a nadie. 

Ahí estoy. Me como dos porciones de pizza. La carabela de la costanera, la típica postal de Santa, se veía difuminada por el agua. Una persona apurada pasa cerca tratando de no mojarse, no me mira. Durante las horas que estuve tirado ahí siendo un vago habrán pasado dos personas más. La calle estaba vacía. 

Las dos porciones me llenaron. No tengo sed. Tampoco sueño. La noche está fresca, pero tengo un buzo. Así que tampoco siento frío. No tengo nada para hacer. No tengo sueño. Es probable que tenga ganas de caminar, pero la lluvia lo impide. No tengo ganas de ir al baño. 

Nada me mueve a salirme de ese escalón en el que estoy sentado. 

Como circunstancia natural en ese estado de cosas, me pongo a contemplar el mundo. Para complicarlo un poco, se me ocurre la idea de fijar este momento en mi memoria y acordármelo para siempre. 

No sé si voy a poder, pero hago el esfuerzo. Paso a ver todo con una atención exagerada. Veo la linea imperfecta del cordón de la vereda sobre la calle, las gotas sobre las ventanas de los autos estacionados enfrente, las velas de la carabela matizadas de gris por la lluvia, los colores de la feria, observo el silencio, esta humedad y el olor a mar. 

Recordar el momento será difícil porque no tiene nada de extraordinario. Pienso en todos los cuadros insulsos que recuerdo, en las escenas vividas que no tienen mucha importancia pero que permanecen a la altura de los cumpleaños, de los grandes encuentros, de los días esperados. Callado y mirando la insistencia de las gotas, repaso aquellas escenas. Sucesión de personas y situaciones reviven en la noche sin más orden ni sentido que el hecho de encontrarse en mi pasado. 

En la costanera y la calle 39, sentado en un escalón de un edificio en construcción, en la madrugada de un viernes, me siento viejo. 

Lo sentí con una fuerza ineludible, con una certeza difícil de imaginar en alguien de mi edad. Pero sentí vejez. Sentí historia, sentí pasado. Sentí esas personas que ya no estaban en mi vida. No por muertas, sino porque así se dieron las cosas. Y eran muchas. También sentí todos esos lugares que dejé y que ya nunca pisaría, porque así se dieron las cosas.  

Entre la lluvia y la noche, supe que mis crónicas tendrían un final melancólico. Sin pompa, sin nada extraordinario, sin diálogos, sin esfuerzos desmedidos. Pero estaba bien. Era un final real. Hasta entonces me entusiasmaba la idea de escribir por fin una historia verdadera, de tener algo interesante para contar. 

Pero en aquel momento la sensación era otra. Entendí que las crónicas no serían más que un insignificante fragmento. Sentí que aquella temporada era el reflejo de veranos pasados. Sentí que el papel de mi vida, que yo creía en blanco, había comenzado a escribirse hace tiempo y sin que me diera cuenta de ello.