viernes, 23 de septiembre de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio VII


Dostoievski y Martín Fierro
Hay cosas que nos harán quedar mal contemos como las contemos, no se puede caer siempre bien parado. Hay que admitirlo: hay momentos en la vida en que sólo nos queda bajar la mirada y decir “mala mía”. Y eso también es crecer. 

No obstante, la literatura sobrelleva el demérito de poder  justificar casi cualquier cosa. 

Recordé, por ejemplo, la novela "Crimen y Castigo" que cuenta la historia de un joven ruso quien, por considerarlo un bien para la sociedad, asesina a una vieja bastante garca. Un joven estudiante que nunca antes había hecho nada inmoral ni cometido ningún crimen, decide matar a una persona. Ni hablar de que le parte la cabeza a la mitad con un hacha y que mata también a la criada por haber visto todo. O sea, se va bien a la mierda. 

No obstante, el narrador hace un gran esfuerzo de más de quinientas páginas para que, sin que nos demos cuenta, empecemos a compadecernos de la situación del querido Rodia. La genialidad de Dostoievski impide que cualquier lector condene demasiado a este joven ruso hostigado por una sociedad enferma donde las injusticias eran cotidianas y naturalizadas por el régimen zarista. 

También vino a mi cabeza el caso bien conocido de Martín Fierro. Aquel poema cumbre de la poesía gauchesca, que no es más que un largo monólogo de un gaucho borracho, racista, misógino y asesino. Pero a Fierro lo miramos con simpatía porque él mismo se encarga precisamente de ponerse como el ejemplo más acabado de una vida arruinada por la violencia militar y estatal. Injustificadamente, le quitaron la esposa, quemaron su rancho, perdieron a sus hijos, le quitaron sus tierras, ¿qué corazón insensible será capaz de condenar su devenir en bandido y asesino con la rigidez implacable de la ley? Creo que pocos.

De todos modos es un tema que da para el debate. Dudo que Raskólnikov o Martín Fierro hubieran sido mis amigos. 

Un azul obsesivo
En la cronología de estas crónicas saltearé varios días. Las últimas tres semanas de enero se pasaron a cuenta gotas, fueron días monótonos y cansadores. La mejor parte de aquellos días era cuando iba a la feria a atender el puesto de Mario y Leandro. El día declinaba, mates de por medio, debates filosóficos y porciones de pizza regaladas.
 
Estoy en una de esas tardes tranquilas y relajadas cuando un par de ojos azules se detienen en los míos. Un azul que se detiene sin mucho más que su materialidad a colmar el espacio de la nada que gobernaba mi cerebro.

El problema es que no me mira un rato para seguir luego. No. Aquel par de ojos insiste. Estaban enmarcados por un mechón de pelo claro que caía de la oscuridad de una capucha en un retrato de verdadero misterio seductor.

Le presté la atención que se merecía. Pero la insistencia de aquel azul obsesivo podía más y me costaba sostenerle la mirada. La situación era extraordinaria. Creo que nunca, en lo que va de mi vida, me miraron de esa forma. Casi como pidiéndome auxilio. Como buscando en mi mirada algo con ansiedad. Como implorándome un bien elemental: el nombre exacto de la calle, un vaso de agua o una rascada en la espalda.

En el momento impreciso que supe que ella me gustaba, caí en la cuenta de que tenía que reaccionar. Con esa certeza la desesperación pasó a ser mía.

¿Qué carajo hago? Un recurso prosaico, quizás efectivo, me vino a la mente. Escribiría mi celular en un papel y se lo alcanzaría, después de todo puede ser divertido. Ella aceptó el papel mientras me devolvía la sonrisa tranquilamente y sin decir nada.
 
Pasados unos diez minutos cuando mi nokia infopobre suena. Un mensaje. Lo leo.
 
"Hola Lean, soy la chica que te miraba obsesivamente en la feria jaja"

El sentimiento era ambiguo. Sospecho de quienes se muestran desesperados por cosas que no son urgentes. Por eso, antes que un pensamiento vanidoso o engreído por haber captado la atención de una rubia alta de ojos azules, de haber vencido el miedo de encarar una mina, otro pensamiento diametralmente opuesto invadió mi cabeza cuando leí aquel mensaje. Lo único que atiné a decirle a Leandro, testigo de aquella escena, fue: alta loca de mierda.

El sueño adolescente
Miércoles tres de febrero. Pasaron más de quince días de aquel último mensaje. El escenario era otro, había dejado el trabajo en Crazy y mi amigo Diego había llegado a acompañarme. Es un día tranquilo. Estoy atendiendo el puesto en la feria mientras charlo con la gente.
 
Creo en la idea de que las cosas pasan en el preciso instante en que uno menos lo espera. Fue en el momento en que estaba mirando para cualquier lado, abstraído, cuando escucho una voz desconocida pronunciar mi nombre.

Hola Lean, ¿te acordás de mí?
 
Giro la cabeza. Me sonreía. A la mierda. Qué ovarios. 

Salimos a caminar juntos y empezamos esa conversación confusa de siempre que alguien te gusta. Se mencionan nombres, lugares, vínculos familiares, fechas, puestos de trabajo, días, series de televisión, bandas de música, relleno y más relleno que no sigue ninguna línea de coherencia. Todo para olvidar que estamos solos entre tanta gente que camina en mundos paralelos, gustándonos en el nuestro.

Alguien, yo o ella, propone bajar a la playa. 

El tiempo se vuelve indeterminado. Juro que no sé si estuvimos cinco minutos o dos horas charlando mientras caminábamos por la arena. Entre cada frase nos mirábamos a los ojos. En algún momento de la conversación, mientras mis pensamientos seguían otro hilo, tomé una decisión sin demasiada seguridad. Intentaría besarla. 

Era la primera vez en tantos veranos que estaba en una situación parecida a lo que siempre había imaginado, un primer beso en la playa. Ese beso soñado tantas noches  durante la adolescencia podía quizás, materializarse al fin. Pensé que las oportunidades que rápido se presentan, rápido se desvanecen, y que probablemente no la volvería a ver nunca más. Era ahora o nunca.

Me siento algo cobarde. La valentía reside en el arrojo de comenzar una relación, de elegir, entre el común de las personas, aquella que te gusta. Y acercarte. Buscarla. El mérito, entonces, era de ella. Para nada mío, que intentaría adornar aquel hermoso encuentro con la obviedad prescindible de un beso. Y más cobarde aún: sería un beso de despedida. 
 
Me dice que tiene que irse. Subimos a la costanera. Cuando todavía estábamos descalzos, pisando la arena, le digo chau con un beso en la boca. 

Era la noche del tres de febrero del dos mil dieciséis y yo, con veintitrés años le como la boca a una de quince. Sabía su edad. Era consciente de eso y decidí besarla igual. Confieso la premeditación.

Eso es todo. Esto es lo que quería. Este es mi capricho. Mi cobardía. Un beso nocturno pisando arena de playa. 

El fetiche de un acto adolescente jamás realizado. Pero claro, un detalle se me había escapado: por una necesidad que no prevista, un acto adolescente conllevaría personajes adolescentes.

Inmóvil, disfruto aquel beso producto de años de amarga expectativa. Nos despedimos. Vuelvo a la feria con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida mi tarea de cobarde apasionado, ahora era nadie. Mejor dicho era Martín Fierro: un hombre perdido en su propia tierra y culpable de un crimen imperdonable. 

domingo, 11 de septiembre de 2016