domingo, 23 de octubre de 2016

Vestigios de historia


Entré a la carpa con la seguridad de que sería una difícil jornada de trabajo, la excavación había llegado a un punto crucial y el día nublado proporcionaba las condiciones perfectas. Durante la noche tuve pesadillas. Incitado por el debate del día anterior había soñado con un dragón. Un dragón que fue, en verdad, el último saurópsido. El trabajo había comenzado y todos nos pusimos los delantales y tomamos nuestros correspondientes equipos de cinceles y cepillos. Hay sueños intensos que a uno lo dejan pensando, como ver el sol directamente, o apoyar las manos en un suelo rugoso, la impresión del medio queda en la memoria del cuerpo. El trabajo era cuidadoso pero repetitivo, además, podría distinguir el fósil de la piedra con los ojos cerrados y ante el primer pequeño golpe de cincel. La monotonía permitía el fluir del subconsciente.

El sueño volvía a mi cabeza como una comida que cae mal al estómago. Mientras trabajaba el sueño se repetía en imágenes, en sus ideas…

Soy un caballero anterior a la orden templaria, abracé la cruz en los últimos albores del cristianismo, instruido en las artes oscuras lo necesario como para combatirlas sin entenderlas, emprendí la caza del último dragón. Casta de viejos fósiles vivientes, cuya linaje oprimido por la espada, la cimitarra y la katana, se ha visto disminuido hasta la extinción. Su historia constituye un espejo en negativo de la nuestra: nos enseña lo que no fuimos pero, a la vez, lo que en algún momento necesariamente hemos de ser. Otra raza que, en un día olvidado de antemano, será la vencida y la olvidada. Será el momento en que seres más aptos que nosotros exhibirán en suntuosas salas la civilización humana extinta. Dirán que nuestro intelecto no merecía sobrevivir, que nos protegían exoesqueletos de hierro, que fuimos víctimas de una gran explosión en el golfo del caribe y nuestra vida, nuestro arte, nuestros sueños, estarán representados por huesos grises acumulados en largas galerías repletas de rigor científico.

El único ejercicio valedero para con la lectura de todo testimonio, de todo artefacto de museo, es la desconfianza. El que sobrevive, el que vence, el que asesina, el que deja vestigios de historia, es ineludiblemente tergiversador de un relato que termina justificando un proceder lleno de ignominia. Relato que, a fines prácticos, conviene denominar como verdad. Pero la verdad en el discurso no existe, existe en los hechos, en la realidad.

He conocido esos hechos. Corría el siglo dos después del nacimiento de nuestro señor padre, los alrededores de un pueblo lejano eran azotados por un gigantosaurus del suborden de los terópodos y de la familia de los axiliados, por la singular presencia de alas. No fue difícil matarlo. Fue difícil el después. El conocer que jamás habría de ver otro ser semejante. Entender que la humanidad entera habría de cargar con un estigma imborrable. Una muerte, no individual, perdonable por Dios, sino una muerte absoluta. Un error que se intentará ocultar con un relato inverosímil, con la negación de su superioridad, de su inteligencia, un error que se corregirá solo con el devenir del equilibrio cósmico, con la sangre redimida del homo sapiens. 

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