Cuando somos chicos anhelamos un mundo de magia. Sólo
un poco. Nos preguntamos, inocentes, por qué nada de las películas y los dibujos ocurre en el
mundo de todos los días. Observamos que
nuestras mascotas no hablan como debieran, del sachet de leche no emerge ningún
genio, nos levantamos siempre con el
mismo color de pelo, que si se
cae el gatito a la pile se muere, que si te tirás desde muy alto te lastimás,
que no podés pasar al cuarto de tu hermano porque no sos invisible, tus viejos
no son robots y la carta de bienvenida a Hogwarts no te llegó.
Madurar no es más que olvidarse de todo eso. Por algún motivo, el tiempo termina por convencerte de que las fantasías son boludeces. Sin embargo, si observamos el mundo detenidamente, podemos ver la magia escondida en algunas cosas. Sólo hay que prestarles atención. Se pude ver en el
crecimiento de las plantas, por ejemplo, o en el arte o también la música.
Y si observamos mejor, con más detenimiento, se ve magia en las cosas
inesperadas. Esas eventualidades que te sacan por un momento del mundo, de la rutina, de lo
cotidiano y del pensamiento.
En estas vacaciones no hubo nada planificado. La
bicicleteada la decidimos con
un mes de anterioridad como mucho. Una vez en la costa el único
plan era improvisar. No tenía idea dónde iba a parar. No tenía idea de qué iba a
trabajar.
En cuanto llegamos con Andy a Santa Teresita, me pegué la ducha más
deseada de mi vida en casa de Mario, nuestro papá adoptivo. Él, a su vez, estaba alquilando en
casa de otros artesanos y allá pasamos los primeros tres días. Era lunes, Andrey partió a Gesell donde lo esperaba su novia y yo me quedé en búsqueda de algún lugar donde
dormir sin molestar. Pese a toda la
buena onda de los artesanos, era evidente que en su casa había demasiada gente.
Fue Mario quién me consiguió un lugar techado: el depósito de la feria. Gracias Mario. Ahí nomás fui a contactarme con quién les alquilaba el lugar a los artesanos como depósito. Después de dos horas y media golpeando la puerta de un pool con pinta de vender merca, alguien que sale del bar de enfrente se acerca y me habla. Soy casi un mendigo en busca de techo y trabajo, le explico tranquilo. Él me dice que el depósito es el bar, y me hace pasar. Está oscuro, hay olor a ratas, a sexo, a arena, a noche, a vencido. El tipo me dice que en el lugar no hay luz, no hay agua caliente y no hay gas. Pero me gusta, cualquier cosa es mejor que la banquina de la ruta.
Fue Mario quién me consiguió un lugar techado: el depósito de la feria. Gracias Mario. Ahí nomás fui a contactarme con quién les alquilaba el lugar a los artesanos como depósito. Después de dos horas y media golpeando la puerta de un pool con pinta de vender merca, alguien que sale del bar de enfrente se acerca y me habla. Soy casi un mendigo en busca de techo y trabajo, le explico tranquilo. Él me dice que el depósito es el bar, y me hace pasar. Está oscuro, hay olor a ratas, a sexo, a arena, a noche, a vencido. El tipo me dice que en el lugar no hay luz, no hay agua caliente y no hay gas. Pero me gusta, cualquier cosa es mejor que la banquina de la ruta.
La noche del martes 5 de enero, sin que me importara nada, tiré la
bolsa de dormir en medio de lo
que antes era la pizzería-bar-rock Chamacos,
ubicada casi en la esquina de las calles 39 y 2 de
Santa Teresita. El lugar era lúgubre. Había mucho ruido porque a metros estaba la
peatonal. Tenía al lado una vela
que iluminaba decenas de cajas y bolsas negras que eran la mercadería de los
feriantes. Acostado en las baldosas frías,
miraba el techo de madera.
Nadie en medio de un bar abandonado.
En el instante de confusión que tenemos siempre antes del sueño
absoluto, perdí un poco la noción del presente. No entendí qué hacía ahí, no supe cómo
había llegado, no sabía qué clase
de antro era ése, por qué el piso estaba tan frío y por
qué tenía la sospecha de que había ratas en ese lugar; pero también sentí una tranquila
felicidad, una vaga sensación de satisfacción
que contrarrestaba tanta incomodidad, sentí que estaba donde quería, donde nunca imaginé que iba a estar, en el lugar que nunca en mi sano juicio (en mi juicio cotidiano) habría
elegido para dormir.
En el umbral del sueño
sentí que en todo eso, tan
inesperado, tan cualquiera, había un poco de magia. La magia que después de la rutina de los años, después de tantas
planificadas desilusiones, me
había ganado.