domingo, 4 de diciembre de 2016

El sentido de este texto


Si van por la avenida Alsina y doblan a la derecha un poco antes de llegar a Temperley, no van a sentir que están en ningún lugar especial, pero pueden probar seguir caminando tres o cuatro cuadras por esa calle que es la del hospital, y en la casa que tiene el número 835 tocar el timbre como si se tratara de la casa de un amigo.

Se sorprenderán al ver que alguien les abre como si los conociera, invitándolos a pasar a una casa común y corriente. Ahora bien, si no los dejan pasar argumentado que no los conocen, no deberían sorprenderse en absoluto.

Una vez adentro, verán un pasillo largo y al fin de este, una habitación. Casi seguro que la puerta de la misma estará cerrada, pero no advertirán ningún otro indicio para pensar que no tienen que ingresar a ver cómo es el cuarto por dentro.

Es necesario dar rienda suelta a la curiosidad. La habitación en cuestión está pintada de verde pastel. Hay un escritorio, una silla, una cama y un sillón amarillo. Podemos reconocer con facilidad que el escritorio es frecuentado, muchos apuntes universitarios, cantidad de marcadores, un panel de corcho en la pared con cientos de notas, fechas, nombres, números de teléfonos, algunas fotos de seres queridos.

Pero lo más importante es el cajón del medio que está debajo del escritorio. El del medio, porque el de arriba tiene cosas de celulares viejos, un corta uñas y algunos papeles del trabajo. El de abajo, por su parte, no guarda más que algunas hojas escritas o impresas de un lado pero limpias del otro. 

Se hace necesario abrir el cajón del medio. Dije que es importante porque guarda una agenda. Recomiendo que se sienten en la silla giratoria del escritorio para hojearla, porque el sillón se hunde mucho. La agenda es una de esas comunes, con muchos números y nombres, pero en la tercera página de la última parte, que en general está dedicada a las notas, van a encontrar este mismo texto.

Sí, esto que estás leyendo ahora está ahí, en el cajón del medio en el cuarto al final del pasillo de la casa número 835 de la calle esa del hospital antes de llegar a Temperley.

En ese lugar que ahora es este lugar. El escenario que te rodea. Empezás a leer más rápido, para ver cómo avanza la historia. Apurás el texto de a bocanadas. Imaginabas un final fantástico, algo increíble en aquel cajón, un historia de aventura o de muerte.

Pero no. Sólo este mismo texto que se va desarrollando ante tus ojos en las páginas de una agenda común. 

Buscabas una explicación, un final, un remate, que dé sentido a toda esa sucesión de imprevistos que te llevaron a este cuarto. Estás queriendo saber qué hacés acá pero nadie lo sabe. Una pregunta se hace inevitable. ¿Por qué carajo estoy leyendo esto? Y lo cierto es que ni siquiera vos tenés una idea aproximada de la respuesta.

Podrás decirme que me estoy lavando las manos. Que no me estoy responsabilizando del final de este texto. Que te obligué a llegar a este cuarto y a agarrar esta agenda y ahora no estoy dando las explicaciones suficientes. 

Nada más lejos de la verdad. Lo cierto es que el final sos vos. No me refiero a los hipotéticos ustedes, sino a vos en concreto. 

Te dejo en un cuarto desconocido, leyendo un texto que no tiene sentido en sí mismo, para que puedas pensar en vos. Porque ya se contaron muchos cuentos con lindas historias, lo cierto es que de poco sirve uno más. Lo que es importante es que reflexiones por qué motivo no estás protagonizando ningún texto, en el caso de que así fuere. Es importante encontrar el sentido, no de un texto, sino de tus días.

Se me ocurre, entonces, dejarte acá, protagonizando esta historia que te pone en primer plano, para que no te sientas tan mal. 

Yo sé que entraste porque el dibujo te pareció simpático. Porque estás queriendo distraerte de la vida con cualquier boludez que haya en internet. Pero no vas a encontrar nada de eso. Ahora estás solo. Estás sola. Con todos tus problemas y con todas tus virtudes. Lo único que te pido, desconocido, desconocida, es que no arruines este texto con las primeras sino que lo realces con las segundas, y, ya que estás, cumplas con ánimo tu papel principal. 

domingo, 6 de noviembre de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio final.


El momento que debía ser imborrable
El último jueves llovió un montón. La feria no armó. Pero eso no me ponía de mal humor. El sábado me iría en  un micro común y corriente. Por fin, a casa. 

A la noche tenía ganas de salir, pediría pizza y me la quedaría comiendo por ahí. Donde fuera, a pesar de tanta lluvia. 

Miro el cel, dan las doce en punto. Pienso que ya es viernes, que ya falta menos.

Entro en la pizzería. Hola, buenas noches, ¿tienen pizza que les haya sobrado de hoy? Sí, quedó, esperame. Me alcanzan una caja de pizza llena de porciones hasta el mango. La agarro, estaba caliente. Muchas gracias, digo con mi mejor sonrisa de mendigo. 

Todavía llovía. Voy rápido por debajo de los techos de la vereda para no mojar la pizza. Eran demasiadas porciones para mi solo, pero no quería volver a chamacos a compartir con la gente. Necesitaba soledad.   

Llueve y no sé donde meterme. 

Camino por la costanera. Justo en frente de la feria hay un edificio en construcción, debajo hay un escalón largo y protegido del agua en el que me podía sentar con la seguridad de no molestar a nadie. 

Ahí estoy. Me como dos porciones de pizza. La carabela de la costanera, la típica postal de Santa, se veía difuminada por el agua. Una persona apurada pasa cerca tratando de no mojarse, no me mira. Durante las horas que estuve tirado ahí siendo un vago habrán pasado dos personas más. La calle estaba vacía. 

Las dos porciones me llenaron. No tengo sed. Tampoco sueño. La noche está fresca, pero tengo un buzo. Así que tampoco siento frío. No tengo nada para hacer. No tengo sueño. Es probable que tenga ganas de caminar, pero la lluvia lo impide. No tengo ganas de ir al baño. 

Nada me mueve a salirme de ese escalón en el que estoy sentado. 

Como circunstancia natural en ese estado de cosas, me pongo a contemplar el mundo. Para complicarlo un poco, se me ocurre la idea de fijar este momento en mi memoria y acordármelo para siempre. 

No sé si voy a poder, pero hago el esfuerzo. Paso a ver todo con una atención exagerada. Veo la linea imperfecta del cordón de la vereda sobre la calle, las gotas sobre las ventanas de los autos estacionados enfrente, las velas de la carabela matizadas de gris por la lluvia, los colores de la feria, observo el silencio, esta humedad y el olor a mar. 

Recordar el momento será difícil porque no tiene nada de extraordinario. Pienso en todos los cuadros insulsos que recuerdo, en las escenas vividas que no tienen mucha importancia pero que permanecen a la altura de los cumpleaños, de los grandes encuentros, de los días esperados. Callado y mirando la insistencia de las gotas, repaso aquellas escenas. Sucesión de personas y situaciones reviven en la noche sin más orden ni sentido que el hecho de encontrarse en mi pasado. 

En la costanera y la calle 39, sentado en un escalón de un edificio en construcción, en la madrugada de un viernes, me siento viejo. 

Lo sentí con una fuerza ineludible, con una certeza difícil de imaginar en alguien de mi edad. Pero sentí vejez. Sentí historia, sentí pasado. Sentí esas personas que ya no estaban en mi vida. No por muertas, sino porque así se dieron las cosas. Y eran muchas. También sentí todos esos lugares que dejé y que ya nunca pisaría, porque así se dieron las cosas.  

Entre la lluvia y la noche, supe que mis crónicas tendrían un final melancólico. Sin pompa, sin nada extraordinario, sin diálogos, sin esfuerzos desmedidos. Pero estaba bien. Era un final real. Hasta entonces me entusiasmaba la idea de escribir por fin una historia verdadera, de tener algo interesante para contar. 

Pero en aquel momento la sensación era otra. Entendí que las crónicas no serían más que un insignificante fragmento. Sentí que aquella temporada era el reflejo de veranos pasados. Sentí que el papel de mi vida, que yo creía en blanco, había comenzado a escribirse hace tiempo y sin que me diera cuenta de ello.

viernes, 28 de octubre de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio VIII


Gonzalo, Diego y Charly
Es un febrero cualquiera en la costa. Hace ya varias semanas que nos acompaña Gonzalo, un punkie de la calle que no tenía dónde dormir y que no tuvo mejor idea que hacer creer a Ludmila que la amaba y, con el pretexto de ser su pareja, lo dejamos entrar. Claro, Ludmila nunca se enteró de la verdad ya que, pasados unos días, Gonzalo se llevaba mejor con nosotros que con ella.

Con él ya éramos cuatro durmiendo en Chamacos.

Pero no sería el último porque Diego, mi viejo amigo, llegaría después que él a pasar unos días.

Para ese entonces, para serles sinceros, yo estaba hinchado las pelotas de tener que bañarme con agua fría todas las putas tardes, alumbrado con una vela que si salpicabas mucho se apagaba, de tener toda la ropa sucia y con un olor a fritura que sólo saldría con un enjuague en ácido, de no poder cocinar nada a la noche, de no poder comprar nada que necesite ser guardado en heladera, de no tener acceso a internet en ningún lado, de la mala onda del gordo merquero de enfrente, y de que, para colmo, me agarrara una infección en los ojos por ponerme los lentes de contacto sin lavarme bien las manos. Pasé el resto de mis vacaciones con los anteojos que tanto odio.

Diego se fumó mi mal humor toda la semana que pasó en Santa Teresita. Por eso lo quiero.

Hoy es martes cinco de la tarde y alto día de lluvia.

Las cosas que antes me parecían divertidas ahora me ponen del orto. Como se cortó el agua por alguna razón que nunca entendí, Diego y Gonzalo se entretenían juntando el agua de lluvia que caía del techo para poder bañarse ese día.

Esta lluvia se está cagando en todos, digo sin paciencia. Mejor, mirá... ya casi se llenó todo el balde este, me responde Gonzalo con un positivismo tan Ned Flanders que contradecía su ropa negra, sus ojos delineados y sus uñas pintadas. Me parece que hay que poner otro tacho, yo también me quiero bañar, ¿puedo poner aquel?, comenta Diego.

No, ese no se puede. Es la casa de Charly. ¿Quién es Charly?, pregunta Diego. Charly, nacido en las turbias tuberías de Santa Teresita. Explica Gonza, haciéndose el misterioso.

Diego tuvo que acercarse al balde para conocerlo. En un principio no vio nada, sólo agua un poco verde. Gonzalo se le acerca y le señala. Ahí, mirá, en el fondo, contra el costadito, ¡es tan tierno! No se mueve porque a esta hora duerme.

Charly era un gusano minúsculo. Lo había adoptado Gonzalo cuando salió asquerosamente de una de las canillas del lugar.

Me corrijo, en Chamacos éramos seis: había olvidado a Charly.

Pizza libre en serio
Eran las doce de la noche maso, había que activar si queríamos comer algo antes de que cerraran todos los negocios.

Che, Die, ¿re da para ir a comer a Pizza Libre, no? Pero antes decile a Gonza, no lo dejemos ahí colgado. Dale.

Pizza Libre es el local de pizzas más grande de Santa Teresita. Decir "ir a comer a" es un claro eufemismo, en realidad no íbamos más que a pedir que nos regalen las porciones de pizza que deja la gente.

No era la primera vez que lo hacíamos. En realidad, pedir comida es algo que hacen todos los trabajadores pobres de la peatonal o de la feria. El caso es que, de tanto consumismo desaforado, los locales más grandes llegan a tirar la misma comida que venden. Claro, una vez que los turistas pagan por la comida, ésta pasa a no valer nada.

Pizza libre es el típico lugar de esos que pagás un monto fijo y comés lo que querés: gigante, con cerca de cien mesas, decenas de meseros, y una cocina que debía cuadruplicar el tamaño de la de Crazy. Cuando llegamos, la última mesa de afuera se estaba desocupando. Ya no había nadie. Todas las mesas de adentro del local estaban vacías. Todos los jóvenes empleados estaban fumando y charlando en la vereda, tomándose un descanso antes de comenzar a limpiar.

Ahí estábamos, frente al local, mirándonos a la cara. ¿Quién de los tres entraría a pedir pizza? Miré adentro y no había nadie, como dije, estaban todos los meseros afuera charlando.

No sé como fue la cuestión, qué nos pasó por la cabeza, quién de nosotros dijo qué cosa... cuando me quise dar cuenta ya estábamos lo más cómodos sentados en una de las mesas de afuera.

Imaginé que en algún momento alguno de los empleados que estaban fumando a unos metros de nosotros nos iba a decir algo, que no podíamos ocupar un mesa o que antes había que pasar por caja a abonar el precio correspondiente a un adulto. Nada. Seguían en la suya.

La mesa en la que nos sentamos fue la última de la vereda que se había desocupado. Ahora caigo en que quizás los empleados no se dieron cuenta de que las otras personas se habían ido y que, sin planearlo siquiera, unos desconocidos estaban ahora en el lugar que habían dejado. Fue un plan demasiado perfecto para que saliera de la cabeza de alguno de nosotros tres.

En el medio de la mesa había un plato que tenía justo tres porciones de pizza enteras y algunas mordidas. ¡Qué bien! esto sí que es pizza libre, ¿eh? Dijo Gonza con satisfacción, mientras alargaba su mano hacia el plato y agarraba la de provenzal. Diego y yo, algo más precavidos, mirábamos todavía a los costados y hacia el interior del local. Ya fue, alta lija tengo, manifestó Die mientras agarraba una calabresa. No dudé más y agarré la de roque... estaban buenísimas.

Cuando nos terminamos el plato, miro para atrás y veo que la mesa de al lado tenía otro plato lleno de porciones de pizza. Me levanto y lo apoyo en la nuestra.

La noche estaba espléndida y comimos como reyes. Sin duda, las cosas más hermosas de la vida no tienen precio.

Vergüenza de verdad
Dieron la una y cuarto. En la mesa apenas dejamos los platos y algunas servilletas sucias. Les puedo asegurar que los bordesitos de la pizza son más ricos cuando son gratis.

Gonza, de ojo más fino, vio que en la mesa de al lado había un billete de diez pesos debajo de un vaso. Tuvo una excelente idea: dejaría el billete en nuestra mesa. Lo dejamos acá y van a pensar que es nuestra propina, explicó Gonza. Die y yo estuvimos de acuerdo. Sería una forma de agradecer a los mozos por no haberse puesto la gorra.

Pero yo quise hacerlo más divertido. A ver, Gonza, vos que sos el más fachero de los tres por lejos... ¿a que no te animás a dejarle la propina a la moza del moño en la cabeza, que nos miraba cuando nos sentamos?

¡Qué molesto, eh! dejalo tranquilo al pibe, intervino con justicia Diego. Daaale... si él quiere, se le nota en la sorisa, insistía yo con perversidad.

Gonzalo evaluó las posibilidades, ella no se iba a acercar, por lo que debería levantarse y dejarle el billete en la mano. Estaba claro que le molestaba más el desafío que yo le había propuesto que el deseo de dirigirse a la chica del moño.

Ella se había acercado a la entrada del local. Ahí sale, es ahora o nunca, Gonza, le señalé mientras nos levantábamos y lo acompañábamos un poco de lejos para no molestar la escena.

Gonza miró un segundo para la entrada y siguió de largo. Ya en la calle lo miramos con indulgencia. Era darle la propina y quedar como un pajero, o llevársela y quedar como un ladrón, observó Die con inteligencia.

Pero lo perdonábamos. Vergüenza no es robar, vergüenza, lo que se dice vergüenza, es hablarle a una chica linda.

domingo, 23 de octubre de 2016

Vestigios de historia


Entré a la carpa con la seguridad de que sería una difícil jornada de trabajo, la excavación había llegado a un punto crucial y el día nublado proporcionaba las condiciones perfectas. Durante la noche tuve pesadillas. Incitado por el debate del día anterior había soñado con un dragón. Un dragón que fue, en verdad, el último saurópsido. El trabajo había comenzado y todos nos pusimos los delantales y tomamos nuestros correspondientes equipos de cinceles y cepillos. Hay sueños intensos que a uno lo dejan pensando, como ver el sol directamente, o apoyar las manos en un suelo rugoso, la impresión del medio queda en la memoria del cuerpo. El trabajo era cuidadoso pero repetitivo, además, podría distinguir el fósil de la piedra con los ojos cerrados y ante el primer pequeño golpe de cincel. La monotonía permitía el fluir del subconsciente.

El sueño volvía a mi cabeza como una comida que cae mal al estómago. Mientras trabajaba el sueño se repetía en imágenes, en sus ideas…

Soy un caballero anterior a la orden templaria, abracé la cruz en los últimos albores del cristianismo, instruido en las artes oscuras lo necesario como para combatirlas sin entenderlas, emprendí la caza del último dragón. Casta de viejos fósiles vivientes, cuya linaje oprimido por la espada, la cimitarra y la katana, se ha visto disminuido hasta la extinción. Su historia constituye un espejo en negativo de la nuestra: nos enseña lo que no fuimos pero, a la vez, lo que en algún momento necesariamente hemos de ser. Otra raza que, en un día olvidado de antemano, será la vencida y la olvidada. Será el momento en que seres más aptos que nosotros exhibirán en suntuosas salas la civilización humana extinta. Dirán que nuestro intelecto no merecía sobrevivir, que nos protegían exoesqueletos de hierro, que fuimos víctimas de una gran explosión en el golfo del caribe y nuestra vida, nuestro arte, nuestros sueños, estarán representados por huesos grises acumulados en largas galerías repletas de rigor científico.

El único ejercicio valedero para con la lectura de todo testimonio, de todo artefacto de museo, es la desconfianza. El que sobrevive, el que vence, el que asesina, el que deja vestigios de historia, es ineludiblemente tergiversador de un relato que termina justificando un proceder lleno de ignominia. Relato que, a fines prácticos, conviene denominar como verdad. Pero la verdad en el discurso no existe, existe en los hechos, en la realidad.

He conocido esos hechos. Corría el siglo dos después del nacimiento de nuestro señor padre, los alrededores de un pueblo lejano eran azotados por un gigantosaurus del suborden de los terópodos y de la familia de los axiliados, por la singular presencia de alas. No fue difícil matarlo. Fue difícil el después. El conocer que jamás habría de ver otro ser semejante. Entender que la humanidad entera habría de cargar con un estigma imborrable. Una muerte, no individual, perdonable por Dios, sino una muerte absoluta. Un error que se intentará ocultar con un relato inverosímil, con la negación de su superioridad, de su inteligencia, un error que se corregirá solo con el devenir del equilibrio cósmico, con la sangre redimida del homo sapiens. 

viernes, 23 de septiembre de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio VII


Dostoievski y Martín Fierro
Hay cosas que nos harán quedar mal contemos como las contemos, no se puede caer siempre bien parado. Hay que admitirlo: hay momentos en la vida en que sólo nos queda bajar la mirada y decir “mala mía”. Y eso también es crecer. 

No obstante, la literatura sobrelleva el demérito de poder  justificar casi cualquier cosa. 

Recordé, por ejemplo, la novela "Crimen y Castigo" que cuenta la historia de un joven ruso quien, por considerarlo un bien para la sociedad, asesina a una vieja bastante garca. Un joven estudiante que nunca antes había hecho nada inmoral ni cometido ningún crimen, decide matar a una persona. Ni hablar de que le parte la cabeza a la mitad con un hacha y que mata también a la criada por haber visto todo. O sea, se va bien a la mierda. 

No obstante, el narrador hace un gran esfuerzo de más de quinientas páginas para que, sin que nos demos cuenta, empecemos a compadecernos de la situación del querido Rodia. La genialidad de Dostoievski impide que cualquier lector condene demasiado a este joven ruso hostigado por una sociedad enferma donde las injusticias eran cotidianas y naturalizadas por el régimen zarista. 

También vino a mi cabeza el caso bien conocido de Martín Fierro. Aquel poema cumbre de la poesía gauchesca, que no es más que un largo monólogo de un gaucho borracho, racista, misógino y asesino. Pero a Fierro lo miramos con simpatía porque él mismo se encarga precisamente de ponerse como el ejemplo más acabado de una vida arruinada por la violencia militar y estatal. Injustificadamente, le quitaron la esposa, quemaron su rancho, perdieron a sus hijos, le quitaron sus tierras, ¿qué corazón insensible será capaz de condenar su devenir en bandido y asesino con la rigidez implacable de la ley? Creo que pocos.

De todos modos es un tema que da para el debate. Dudo que Raskólnikov o Martín Fierro hubieran sido mis amigos. 

Un azul obsesivo
En la cronología de estas crónicas saltearé varios días. Las últimas tres semanas de enero se pasaron a cuenta gotas, fueron días monótonos y cansadores. La mejor parte de aquellos días era cuando iba a la feria a atender el puesto de Mario y Leandro. El día declinaba, mates de por medio, debates filosóficos y porciones de pizza regaladas.
 
Estoy en una de esas tardes tranquilas y relajadas cuando un par de ojos azules se detienen en los míos. Un azul que se detiene sin mucho más que su materialidad a colmar el espacio de la nada que gobernaba mi cerebro.

El problema es que no me mira un rato para seguir luego. No. Aquel par de ojos insiste. Estaban enmarcados por un mechón de pelo claro que caía de la oscuridad de una capucha en un retrato de verdadero misterio seductor.

Le presté la atención que se merecía. Pero la insistencia de aquel azul obsesivo podía más y me costaba sostenerle la mirada. La situación era extraordinaria. Creo que nunca, en lo que va de mi vida, me miraron de esa forma. Casi como pidiéndome auxilio. Como buscando en mi mirada algo con ansiedad. Como implorándome un bien elemental: el nombre exacto de la calle, un vaso de agua o una rascada en la espalda.

En el momento impreciso que supe que ella me gustaba, caí en la cuenta de que tenía que reaccionar. Con esa certeza la desesperación pasó a ser mía.

¿Qué carajo hago? Un recurso prosaico, quizás efectivo, me vino a la mente. Escribiría mi celular en un papel y se lo alcanzaría, después de todo puede ser divertido. Ella aceptó el papel mientras me devolvía la sonrisa tranquilamente y sin decir nada.
 
Pasados unos diez minutos cuando mi nokia infopobre suena. Un mensaje. Lo leo.
 
"Hola Lean, soy la chica que te miraba obsesivamente en la feria jaja"

El sentimiento era ambiguo. Sospecho de quienes se muestran desesperados por cosas que no son urgentes. Por eso, antes que un pensamiento vanidoso o engreído por haber captado la atención de una rubia alta de ojos azules, de haber vencido el miedo de encarar una mina, otro pensamiento diametralmente opuesto invadió mi cabeza cuando leí aquel mensaje. Lo único que atiné a decirle a Leandro, testigo de aquella escena, fue: alta loca de mierda.

El sueño adolescente
Miércoles tres de febrero. Pasaron más de quince días de aquel último mensaje. El escenario era otro, había dejado el trabajo en Crazy y mi amigo Diego había llegado a acompañarme. Es un día tranquilo. Estoy atendiendo el puesto en la feria mientras charlo con la gente.
 
Creo en la idea de que las cosas pasan en el preciso instante en que uno menos lo espera. Fue en el momento en que estaba mirando para cualquier lado, abstraído, cuando escucho una voz desconocida pronunciar mi nombre.

Hola Lean, ¿te acordás de mí?
 
Giro la cabeza. Me sonreía. A la mierda. Qué ovarios. 

Salimos a caminar juntos y empezamos esa conversación confusa de siempre que alguien te gusta. Se mencionan nombres, lugares, vínculos familiares, fechas, puestos de trabajo, días, series de televisión, bandas de música, relleno y más relleno que no sigue ninguna línea de coherencia. Todo para olvidar que estamos solos entre tanta gente que camina en mundos paralelos, gustándonos en el nuestro.

Alguien, yo o ella, propone bajar a la playa. 

El tiempo se vuelve indeterminado. Juro que no sé si estuvimos cinco minutos o dos horas charlando mientras caminábamos por la arena. Entre cada frase nos mirábamos a los ojos. En algún momento de la conversación, mientras mis pensamientos seguían otro hilo, tomé una decisión sin demasiada seguridad. Intentaría besarla. 

Era la primera vez en tantos veranos que estaba en una situación parecida a lo que siempre había imaginado, un primer beso en la playa. Ese beso soñado tantas noches  durante la adolescencia podía quizás, materializarse al fin. Pensé que las oportunidades que rápido se presentan, rápido se desvanecen, y que probablemente no la volvería a ver nunca más. Era ahora o nunca.

Me siento algo cobarde. La valentía reside en el arrojo de comenzar una relación, de elegir, entre el común de las personas, aquella que te gusta. Y acercarte. Buscarla. El mérito, entonces, era de ella. Para nada mío, que intentaría adornar aquel hermoso encuentro con la obviedad prescindible de un beso. Y más cobarde aún: sería un beso de despedida. 
 
Me dice que tiene que irse. Subimos a la costanera. Cuando todavía estábamos descalzos, pisando la arena, le digo chau con un beso en la boca. 

Era la noche del tres de febrero del dos mil dieciséis y yo, con veintitrés años le como la boca a una de quince. Sabía su edad. Era consciente de eso y decidí besarla igual. Confieso la premeditación.

Eso es todo. Esto es lo que quería. Este es mi capricho. Mi cobardía. Un beso nocturno pisando arena de playa. 

El fetiche de un acto adolescente jamás realizado. Pero claro, un detalle se me había escapado: por una necesidad que no prevista, un acto adolescente conllevaría personajes adolescentes.

Inmóvil, disfruto aquel beso producto de años de amarga expectativa. Nos despedimos. Vuelvo a la feria con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida mi tarea de cobarde apasionado, ahora era nadie. Mejor dicho era Martín Fierro: un hombre perdido en su propia tierra y culpable de un crimen imperdonable. 

domingo, 11 de septiembre de 2016

domingo, 21 de agosto de 2016

Existencia contrafáctica



La historia contrafáctica está de moda. También está de moda la existencia contrafáctica. La primera propone una reconstrucción histórica a partir de imaginar qué hubiera pasado si tal hecho histórico hubiera sucedido de otra manera. La segunda es un desprendimiento informal de la filosofía, practicada por aquellas personas que durante las horas de insomnio imaginan qué vida tendrían si algún episodio de su existencia hubiera transcurrido de diferente manera. Los más obsesivos llevan la existencia contrafáctica a extremos sorprendentes, imaginando qué hubiera pasado si el día en que murió el abuelo hubieran decidido colocarse las medias rojas en lugar de las azules. En general, esta disciplina se ejercita en relación a hechos algo más relevantes y ante el inconformismo de un presente poco prometedor. Si el que practica esta filosofía es desdichado, la misma puede resultar un triste consuelo. Si aquella persona, por el contrario, es afortunada, tal ejercicio no tiene ningún sentido.

La historia contrafáctica, por su parte, jamás tiene sentido. Sólo cabe pensarse que el historiador que se propone componer algo tan ridículo, entendió que en realidad la historia no es más que un modo posterior e impreciso de la literatura, y como no quiere dejar de ser llamado historiador por miedo a perder el empaque de seriedad y cientificidad, incurre en esta tímida forma de dar vuelo a su imaginación. Encuentro en esta nueva corriente de hacer historia un tibio deseo de justificar o rechazar el curso efectivo de los acontecimientos. A partir de un supuesto método riguroso, el historiador arrepentido de su condición encubre la fantasía tendenciosa que entreteje. Fantasía que, a menos que se descubra como verdadera literatura, dificíl resulta encontrarle algún valor.

Ante todo, hay que entender que detrás de la historia contrafáctica y de la existencia contrafáctica hay un grado insano de frustración y, por sobre todo, de negatividad.   

Como no quiero caer en el mal juego de criticar sin proponer, seré propositivo con respecto a esto. Propongo que aquellos historiadores cansados de la investigación y con ganas de imaginar otros mundos salgan de la ucronía y piensen en la utopía. De esta manera, dejarán de preguntarse “¿qué hubiera pasado si…?” y pasarán a cuestionarse “¿Qué pasará si hoy…?”. Este pequeño paso significaría un cambio radical porque aquellos historiadores descubrirán el valor del compromiso frente a la mera contemplación, pasarán de la negación a la propuesta y del encubrimiento al descubrimiento.

Por otra parte, a quienes sean usuarios de la existencia contrafáctica, puede resultarles un poco más positivo dedicar las horas de insomnio no ya a imaginar cambios en el pasado sino a pensar en los cambios de mañana a partir de modificaciones en el presente. Este giro obliga a uno a revisar las propias prácticas cotidianas de existencia y provoca un compromiso con el día a día. Si sos un desdichado, dejarás de consolarte con imaginar una existencia pasada imposible y pasarás a reanimarte pensando en una existencia futura menos imposible y más producible. Pueden probarlo, a mi me resultó. 

miércoles, 17 de agosto de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio VI



Entretanto... en Chamacos
A los cinco días de estar durmiendo en los entrepisos de madera de Chamacos, Rosa, una feriante de Santa Teresita quiso sumarse a nuestra contractura. No tenía lugar para dormir aparte del auto y no podía pagar un alquiler turístico, obvio. No la conocíamos pero no podíamos negarle la hopitalidad de un lugar a cincuenta pesos el día.

Mirá que no hay una mierda, ni luz, ni agua caliente (la fría anda con poca presión) y tampoco tenemos gas. Le advertí con sinceridad. No importa querido, ¿sabés los lugares en los que he vivido? No, no tengo idea y tampoco quiero saberlo, Rosa. Solamente quiero un techo y un lugar para trabajar tranquila. ¡No se diga más, bienvenida entonces!

Rosa hace unos duendes que me dan miedo. Que dan miedo. En la feria hay mínimo cuatro artesanos que hacen duendes y en mi puta vida he visto un duende colgado en ningún lado de ninguna casa de nadie que haya conocido. 

¿Quién mierda compra estos duendes, Rosa? Mucha gente, querido, hay gente que ama los duendes, se vuelve loca cuando ve los míos, que son los mejores. Es verdad, los suyos estaban zarpados. Pero no podía creer que hubiera gente que amara esos mostruitos deformes, sospeché que debería tratase de una extraña parafilia. 

Y decime Rosa, detrás de todo eso de los duendes hay algo raro, ¿no? ¿Raro cómo? Raro, Rosa, no sé, vos les metés algún gualicho medio misterioso ¿no?, te pregunto en serio, decime la verdad. Dale, sos un boludo pibe, me dice confianzuda. Yo los hago porque me gusta hacerlos, porque me gusta trabajar con los diferentes materiales, porque para mí es un oficio. Así me explicaba mientras yo la miraba con desconfianza.

Y no era para menos. 

Ahí donde alquilábamos también guardaban todas sus cosas los artesanos de la feria, por lo que la entrada de Chamacos estaba llena de bártulos oscuros, carritos y cajas. Entre todas esas cosas había un duende que tenía mi altura y hasta mi peso, era gigante, con la barba bien tupida, la mirada reconcentrada sobre unos pómulos puntiagudos y bajo unas cejas exageradas. Rosa casi nunca llevaba aquel duendón a la feria porque era demasiado grande y no lo tenía a la venta. 

Durante los casi dos meses que estuve en aquel lugar, siempre que entraba de noche lo primero que me aparecía era eso. Aquello. Un duende gigante tirado en la oscuridad, que miraba la negrura sin pestañear. No podía evitar las ideas perturabdoras que pensamos todos cuando vemos algo sospechoso en la oscuridad. Sucede que en general, nos percatamos luego de que todo es una fantasía, y que eso que vimos no es más que una sombra, un gato o el viento. En este caso el consuelo era imposible. Tenía que avanzar hacia el duende y pasar por sus narices, mientras él permanecía sonriendo como faltándome el respeto, en su pose tan relajadamente sospechosa, mirándome con sus ojitos inofensivamente perversos...

El amor en Disneylandia
Mi turno en Crazy terminaba a las seis, un par de horas más y la noche se venía encima, en casa no podía estar si no quería gastarme el sueldo en velas. Por ese motivo me pegaba una ducha rápida, me ponía ropa sin olor a papas fritas y después de una siestita en la cama paraguaya me iba para la feria de la costanera. En la feria trabajaban Ludmila, Mario, Leandro (un amigo que toca la guitarra) y Rosa. No iba sólo a charlar y tomar mates con la gente, además atendía el puesto del Dúo Bustos Raboni mientras ellos tocaban el chelo y la guitarra.

Seguro deben pensar que uh, qué piola trabajar en una feria de la costa, qué copado, qué buena onda. Bueno, vengo a comunicarles que nada que ver. Alta mala onda.

No tienen idea toda la basura que se tiran entre todos. Yo lo podía ver un poco de afuera porque iba de un puesto a otro, escuchando y sacando charla. Fabio (el mismo que me dió empleo en aquellas Noches de vigilia) opina con muchos fundamentos que Eduardo es un puto sometido por las dos artesanas conchudas que tiene al lado, además piensa que Rosa es una boludita egocéntrica. Mario no se banca a Florencia. Florencia es una alchólica que mandó a cagar a Gonzalo, la pareja de Ludmila, así de la nada, mientras yo charlaba tranquilamente con él. Rosa está del orto con la mitad de la feria porque el año pasado hubo un problema con las llaves del depósito. Finalmente, Ludmila odiaba a Rosa porque según ella, la miraba mal cuando pasaba. Y todo eso no era más que la punta del iceberg

Sin duda, lo mejor de la feria y lo más hermoso del día, era cuando Mario y Lean se ponían a tocar. Mi alma descansaba del ruido de la peatonal y de esa cumbia retro colombiana que pasaban las ocho horas en la cocina. Aquella música aberrante en su sentido que hablaba del no te vayas nunca más, sos mía, no te quiero ver al lado de otro, mi vida sin ti es nada, me tienen envidia, mala por tu engaño, etcétera, etcétera. Nunca había tenido el placer de analizar tan en detalle todos esos temas iguales. Una música que descubría un amor tan posesivo que llegaba a extremos realmente violentos, como el de un tipo que había matado a su mujer y le cantaba al abogado con voz de Cacho Castaña que no había sido su culpa, que ella lo había engañado y que el día del asesinato había tomado. Quedé de cara. No podía creer que en la radio pasaran temas así. 

Hay que entender que nadie es nada, que nadie es una cosa, que nadie puede tener a nadie. Que el amor no es tener. Digo entender porque sentir esa idea es mucho más difícil, lo sé. Pero podríamos empezar por evitar componer temas tan de mierda, si ya sabemos que el amor es sentir la belleza que, como dijo alguien, será la única que salvará al mundo. Lo otro, lo otro es Disneylandia.

jueves, 11 de agosto de 2016

Lo que aprendí en un balcón


Dibujo que hice para un texto de mi amigo Martín. La cosa empieza así:

Es 21 de diciembre del 2000 y estoy nervioso. Tengo 16 años y desde hace nueve espero una noche como ésta. No es la fiesta de egresados de mi hermana Gaby lo que me tiene así, si no lo que va a pasar en esa fiesta: estará, invitada por mí, la chica más linda de todos los barrios...

viernes, 5 de agosto de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio V




El ojo de Sauron 
Oscuridad.
En la negrura se aspira una luz de fuego y por unos segundos se refleja en los azulejos blancos. Desaparece.
Oscuridad.
La luz se refleja ahora en mis ojos. Ilumina de rojo mi cuerpo sentado en el inodoro. Ilumina mis manos que sostienen medio faso.  
La penumbra se va colmando de humo.
La ovalada luz de fuego que amaga intermitente del extremo del porro se transforma en el ojo de Sauron que resplandece sobre Barad-dûr. Mis ojos contemplan el resplandor con el espanto y la fascinación de un hobbit venido de la comarca, imaginando por un momento el oscuro poder de Mordor.
Estoy fumando por primera vez. Solo. En un baño a oscuras. 
Fumo solo mientras me pregunto cómo es que llegué a esta situación, cómo mi vida de férrea moral cristiana se ha desviado a este estado de ridículo libertinaje. Para saberlo es necesario volver algunas semanas atrás.

La cofradía Crazy
Son las nueve y media del domingo diez de enero. La irritante alarma de mi nokia infopobre hace el intento de despertarme. El gusto a perro que siento cuando me acuerdo de tragar saliva completa la intención de la alarma y finalmente me despierto contracturado por el entrepiso de madera que oficia de colchón.
En media hora, exactamente a las diez, tengo que estar en la cocina de Crazy, el local de comidas en el que me hicieron pelar más de sesenta kilos de papas el día anterior. Me cepillo los dientes con ganas de sacarme el cansancio y escupo el dentífrico con ganas de escupir toda la mugre que tengo de las ocho horas de haber trabajado en Mc Pancho la noche anterior. No hay tiempo ni ganas de un baño con agua fría a esta hora. 
A las diez en punto me cruzo en frente, donde está el local Crazy y su cocina. Ahí me esperan Gastón, el encargado, Alfredito que se ocupa de cortar rabas y ayudar a Cristian, el que maneja la plancha, y Jorgito que se ocupa de meter la pizza y manejar la freidora de rabas. 
Como no podía ser de otra manera mi trabajo es pelar papas, limpiar el piso y ayudar a los que ayudan.
Contra lo que se podría pensar, estar en la escala más baja en la jerarquía de la cocina me hace trabajar con la conciencia tranquila: es obvio que no puedo forrear a nadie. Eso hace mi trabajo un poco más honrado.   
Además trabajar en la cocina me gustaba. Es un laburo cooperativo: no importa quién hace qué cosa, lo importante es que se haga. Por ejemplo, si Alfredito está cortando rabas y tiene que ir a lavar platos porque se le llenó la bacha, yo me pongo a cortar rabas y cuando vuelve sigo con lo mío. Lo importante es cubrir los huecos, al igual que un equipo de vóley. 
Por otra parte, el trabajo en la cocina es absolutamente mecánico, podía pelar papas mientras pensaba en otra cosa. Y, además, no tenía que fingir amabilidad ni acordarme el precio de nada.   
Ese día, domingo, se trabajó un poco menos que el sábado. Hasta corté queso un buen rato y me encargué de la bacha. Casi todo el trabajo era preparar las cosas para la noche, que era el momento en que más gente caía al local. 
Entre comandas, jodas, rabas, papas, milanesas, pizzas, queso, hamburguesas, me sentía cómodo. Los pibes eran una masa. Jorgito me preguntaba en joda si había probado la empanada de chorizo y Alfredito me contaba seriamente que dentro de unos años se quería hacer budista. Durante el año trabajaban de ayudantes de albañil o de lo que venga. En la cocina nos pagaban 25 pesos la hora, en albañilería a veces les pagaban menos, ¡era o volverse buda o chorro, una de dos! Yo lo admiraba, porque paciencia para buda no tengo. Me salva que durante el año tengo la comida que les saco a mis viejos y un laburo con obra social.  
A las seis me largaron y ya estaba decidido: me quedaría trabajando en Crazy.

El manjar de una tribu desconfiada
Una tarde en la cocina, mientras acomodaba las asaderas con prepizzas sobre la mesa, Jorgito me preguntó si fumaba porro. Nunca había fumado en la vida, pero por condescendencia o por fiaca de dar explicaciones, le dije que a veces lo hacía. Claro, no pensé que tenía en mente regalarme uno. En cuanto me lo ofreció no tenía argumentos para rechazarlo.
Me sentí un explorador en medio de una tribu desconocida. Rechazar cualquier ofrecimiento era, como mínimo, ofender sus más ancestrales creencias. Estiré la mano y agarré el medio faso. Lo metí en mi bolsillo. Después te digo qué tal, Jorgito, le dije haciéndome. 
Siempre pensé en quién sería la persona con la que fume por primera vez. Suponía que iba a ser algo especial. Algo único, por lo que tenía que pensar muy bien a quién le concedería el privilegio de verme drogado. Entendí entonces que fumar marihuana es exactamente como tomar mate o tomar cerveza, una excusa de quienes se aburren de hablar sin más. 
Una vez entendido esto supe que tenía que llevar la contra por principio. Llevé la contra veintitrés años rechazando la marihuana y el alcohol, y ahora, si me propongo fumar, debería llevar la contra por lo menos fumando a solas.
Y así fue como me encerré en la oscuridad del baño y prendí el porro. Traté de fumarlo con paciencia, manteniendo profundamente cada aspiración, como dicen que se hace.
No fue la gran cosa. Me hizo dar sueño, nada más. Lo del poder oscuro de Mordor fue más una licencia poética que una descripción rigurosa de mi estado en ese momento. Ni siquiera me dieron ganas de reír, ni nada me daba vueltas, quizás era un porro así nomás, paraguayo, la verdad que no sé.
Alcohol, marihuana, cocaína o un blog de literatura, cada uno hace con el tiempo libre lo que quiere. Obvio.
Pero no puedo no pensar que hay quienes fuman y toman no por tener tiempo libre sino para olvidarse de su condición humana, de su angustia material. Fuman y toman porque saben que no tienen ni tendrán nunca nada más valioso que su fuerza de trabajo. Para esa gente, para el sistema, la droga es funcional, no recreativa. Necesitan tomar alcohol o fumar para poder sostener diez horas de trabajo físico sin sentir el dolor de los músculos, sin sentir el peso de la rutina. No digo esto porque lo supongo, lo vi en personas que trabajaron conmigo en la cocina y en diferentes lugares. No son casos aislados, son un patrón: los placebos corren con más velocidad y revelan su servicio a la clase que domina el capital. Porque cuando no hay más alternativa que un laburo desde abajo, sin proyección, sin crecimiento personal, sin retribución afectiva, sin obra social, sin autonomía, no ves la hora de drogarte, de evadirte, de ponerte bien en pedo y si mañana no me despierto que se vayan todos bien a cagar. Y cuando llego a casa no quiero hacer otra cosa que fumarme lo que haya yo solo hasta no entender nada. No entender nada de toda esa tristeza que me agarra cuando pienso que no tengo nada aparte de este laburo de mierda, que tengo que aguantar así unos seis meses si quiero llegar al celular, que si me enfermo un día la cago mal, que ya estoy medio viejo, que encima tengo que mantener dos wachos que ni siquiera sé abrazar y que para colmo no me alcanza para la birra. Yo necesitaría otra cosa ¿viste? Algo mejor, ¿la revolución, decís? Sí, eso sería lindo, pero no tengo tiempo para eso, tengo que laburar y si llego a conseguir un fasito ya soy feliz.  

miércoles, 20 de julio de 2016

Crónicas de un verano bizarro. Episodio IV


Bienvenido al infierno
Perdido por desconocer el rumbo de su querida Ítaca, Ulises acata el consejo de Circe y en el canto once de la Odisea desciende al inframundo para consultar a Tiresias sobre el destino de su viaje. La pasó bastante mal, habló con la sombra de su vieja, con un amigo que se había muerto hace unas semanas y con varios compañeros de la guerra contra Troya, congregados desde la oscuridad.

Para mí, casi toda la historia de Ulises nunca pasó, es pura frutada. Pero la frutada literaria tiene la capacidad de explicar cosas de la vida que resulta imposible explicarlas de otro modo sin que pierdan efectividad. Esta seguridad hace que mi lectura siga un método riguroso: primero busco la metáfora y luego la moraleja. En primer lugar, intento descifrar aquello que se esconde detrás de la idea del hades y la idea del viaje del héroe y luego cuál podría ser la enseñanza detrás de la historia. Esta lectura, claramente, resulta totalmente anacrónica y personal, pero me sirve para leer el bodriaso de los libros de Homero sin sentir que pierdo tiempo de mi vida.

Las conclusiones pueden resultar obvias: la metáfora del viaje de Ulises tiene como referente a la vida misma, el hades es metáfora de los límites ansiados pero temidos que creemos imposibles de superar. La moraleja: cuando estás perdido en el viaje de la vida puede resultar útil pasarla mal un rato, ir dónde no te gustaría para ver dónde estás parado y  conocer el camino a seguir.

La literatura contiene mensajes con ecos que pueden escucharse mucho después de ser leídos. Por eso, no fue sino luego de varios meses de haber aprobado literatura griega que me pintó una bicicleteada al inframundo de Santa Teresita en búsqueda de una certeza en la vida. Sin ser consciente de ello, la moraleja del viaje de Ulises resonaba como un eco entre tantas dudas.      

Crazy, mi Caronte

Vuelvo a mis crónicas. Todavía estoy en la primera semana de enero y tengo que conseguir trabajo donde sea si no quiero volverme a casa con las manos vacías. Por eso, reparto currículums en donde me encantaría trabajar el primer día, donde safa el segundo y el tercero en esos lugares que son un garrón pero bueno, ya no tengo un peso. Heladerías, supermercados, churrerías, estaciones de servicio, campings, hosterías, locales de ropa, ya todos tienen mi celular y mi nombre.

Pasaron cuatro días recorriendo toda la costa sin conseguir nada. No se me había ocurrido, claro está, preguntar si necesitaban empleo justo en frente de donde habíamos ido a parar. Era un negocio de pizza y hamburguesas llamado “Crazy” en donde las minicucarachas abundaban. Y sí, en ese local que podía ver desde el entrepiso donde dormía necesitaban ayudante de cocina. Al día siguiente, exactamente el 9 de enero comienzo con mi nuevo empleo.

Entro a las diez de la mañana, digo hola soy Leandro y delantal al toque, que Alfredito te va a explicar a pelar papas. Muy bien, pensé, se trata de pelar papas, esto no puede ser muy difícil. Alfredito me pareció un poco antipático al principio, pero después me contó que había empezado trabajar ahí mismo el día anterior. Ah, bueno, ¿y éste me va a enseñar? Pero la cosa era una boludez. Agarrás la papa con esta mano, le pegás una enjuagada rápida debajo de la canilla, agarrás el pelapapa y fra fra fra, la dejás así lo mejor posible. ¿Va? Claro, respondo, mientras voy probando con todas las papas que había en la bacha y me sacaba algunos pedacitos de uña sin querer. Así pasan una, dos, tres, diez, veinte, cuarenta, sesenta papas, y yo fra fra fra con el pelapapas y cuando se terminaban Alfredito venía con un nuevo bolsón lleno de tubérculos. Mis manos parecían de cartón y tenía toda la espalda contracturada cuando me percaté que había pelado tres de esos bolsones que me llegaban hasta la cintura.

El lugar no tenía ventanas, y el aire del horno y de la freidora se concentraba circularmente viciándose de aceite. Casi como un calabozo, las paredes me oprimían en su monotonía calurosa. Además, no tenía idea de si se había escondido el sol o no, sólo después supe que había estado nublado desde temprano. Imaginé que ese día sólo iba a ser una prueba, onda a ver qué me parecía. Pensé que iba a estar un rato y después me iban a dejar pensar si el trabajo me gustaba. Nada que ver. Me quería ir a la mierda. Al final, tan héroe no era. Para colmo no había llevado el celular y me daba vergüenza preguntar la hora.

El tiempo ya era indivisible. Mi única forma de calcularlo hubiera sido contabilizar las papas pero no podía, demasiado concentrado estaba en mover rápidamente la muñeca para llegar a los continuos pedidos de la freidora. Pensé que iba a pasar el resto de mi vida allí, imaginé el tamaño que tendría la papa si se sumaran todas las papas que había pelado, imaginé una papa como una pelota de básquet, pensé una papa tan gigante como Ginóbili, imaginé una papa del tamaño de una casa, donde uno podría habitar, imaginé entrar a mi hogar papa y dormir en mi cama papa...

Muy bien, por hoy, Leandro, buen laburo. Salís en diez, dejá la bacha y los azulejos limpios. Dejá el delantal acá.  

Pfff. Libertad.

O eso creí.

Mc Pancho, mi Cerbero

Me crucé en frente. Me cambié toda la ropa, me pregunté cómo había llegado el olor a fritura hasta mis calzoncillos y puse a llenar un balde de agua fría para bañarme. Usé un vaso para tirarme el agua sin salpicar mucho para no apagar la vela que puse sobre el inodoro.  

Me sequé. Me tiré en la cama paraguaya y cuando pensaba en lo lindo que iba a dormir por la noche, me llega un mensaje de texto.

Hola Leandro, soy Lucas de Mc Pancho, peatonal y 33. Te necesitaríamos hoy para cubrir un puesto de mesero, si te gusta podemos hablar para que te quedes. ¿Podés venir hoy a las 20?

Cuatro días esperando y en un día me llaman de dos trabajos. La concha de la gorra. Estaba demasiado cansado, me dolían las piernas, los lentes de contacto ya me estaban molestando. Pero… Mc Pancho implica propina, trato con la gente, aire libre, será una noche, luego elegiría por el que más me guste. No podía negarme.

Genial, Lucas, nos vemos a las ocho.

A las ocho entro, digo hola soy Leandro y andá a cambiarte al toque. Subo a un cuarto minúsculo, kafkiano, lleno de mochilas y ropa por todos lados. Un pelado ya estaba adentro. Soy nuevo le digo. No importa, mi nombre es Santiago, mucho gusto, jefe de cocina. Mucho gusto, hoy sábado se va a laburar ¿no?, le digo por cortesía. Jajaja, ¿nunca viniste a Mc Pancho? No, no conocía el lugar. Santiago me mira fijo con ojos diabólicos:

Bienvenido al infierno, entonces.

Me quedé mirándolo con cara de bobo, sus palabras se hicieron chicle en mi cabeza. El resto de la noche fue una gran confusión, como una gran bola de chicle de esas que hacías cuando eras chico y te metías como treinta chicles en la boca para ser el más piola. Cada nombre de cada pancho, cada precio, cada marca de gaseosa, cada pedido era un chicle más agregado al gran chicle que era mi cerebro.

Una mc fritas doble a la cinco con fanta, tres primaverales con salsa simple y un mixto con lluvia a la ocho, ¿para tomar? Dos pepsi y dos seven up. Un mexicano pero sin salsa a la dos, ¿porqué mierda no pide un especial que es igual al mexicano pero sin salsa? No importa, lo anoto como un mexicano sin salsa. Una promo cinco para la doce, con tres pepsis. La bebida primero. La comanda a la caja y después papelito al panchero. Pero lo que sea papas, rabas y hamburguesas a la cocina, no vayas a poner la comanda de las papas fritas con el pedido del primaveral porque no va a salir nunca, entonces anotás los panchos arriba y lo de la cocina abajo y después rompés el papelito a la mitad.

Dan la doce y en mi cabeza el chicle ya no tiene sabor. Me dejan veinte pesos de propina por llevar dos panchos, creo que ni les destapé la gaseosa. El trabajo en Mc Pancho definitivamente me dejaría más plata, pero hay algo que no me gusta. Detesto la idea de ser servicial de hacer algo que la gente no tiene ganas de hacer o que paga para que otro lo haga como correr una silla o limpiar una mesa. Me parece re inútil y que está mal que haya gente que vive de eso. Por otra parte es un laburo competitivo, si limpiás una mesa que no te corresponde te miran como si te quisieras robar la propina, si llevás el menú a gente que está esperando pasa lo mismo. Lucas, el encargado, me explicó que necesitaban un mesero para bancar las noches a la salida de los boliches, trató de convencerme para que me quedara, sabía que el laburo me convenía. Lo que no sabía era que yo no estaba ahí por la plata, estaba ahí para escribir mi aventura.

Sale un doble chedar y otro jamón y queso, ¿para tomar? Una birra, ¿cuáles tenés? Ni idea, pará que pregunto. Si, tenemos stella de litro, sino quilmes y brahma en lata. Una stella. ¡Ah! unas papas fritas, por favor. Muy bien, ahí les traigo. No me escribe la lapicera. Puta madre, ¿tenés una que te sobre? Dale, gracias. Sí, cierran las mesas ocho y dos, Lucas. Ya les tomo el pedido, un segundo. Para la dos una hamburguesa completa y un pancho simple con mayonesa con porción de papas, para tomar dos latitas quilmes. Partí el papel mal, no se entiende nada. Mejor lo anoto de nuevo, una hamburguesa completa y un pancho simple con mayonesa con porción de papas, ahora sí, esto al panchero, esto a la cocina. Disculpame, la mesa ocho pide sal, ¿dónde hay? Gracias. Sí, señora, la porción de rabas está sesenta, pero sería aparte de la promoción cuatro que no viene con rabas. De litro quilmes no, tenemos solamente stella. Lucas, abre mesa uno con una promo cuatro más porción de rabas. Muy bien ¡Hola, buenas noches, les dejo el menú!...

He aquí mi tártaro. Crazy, mi oscuro Caronte. Mc Pancho, una especie de guardián Cerbero que me destroza de a mordidas. El pela papas mi aguda espada. Los clientes son sombras de gente muerta.

Y yo acá, con una gorra roja, la chomba de Mc pancho, pensado que no me puse antitranspirante y que mis lentes de contacto me arden. Sólo espero que entre tantas sombras aparezca Tiresias y como buen adivino sepa indicarme cuál es el futuro que concierne a mi destino.