La gárgola del dolor
no es póstuma, es cotidiana, y reprime tu existencia desde abajo y desde
adentro todos los días de luna a luna. Navega en la proa de una barca
oscura prefigurando tus angustias: el miedo de perderla, la ausencia de su voz,
el vacío de sus pupilas y esa ilusión de tenerla que oscurece de putrefacción su
compañía. El que teme al infierno y cree en él es claro que no la conoce. Aquel
creyente imagina tormentos que de tan futuros y exagerados se tornan
inexistentes e incomparables a la gárgola de tu deseo. El infierno que te
atormenta en vida es ella y el otro, en el que creen tantos engañados, no
existe porque luego de la muerte no hay nada y antes de la muerte está ella, consumiéndote en silencio con su mirada hermosa. La gárgola del deseo no busca ni espera tu muerte solitaria, la gárgola te mata cada día de
luna a luna mientras navega en la proa de una barca oscura anticipando el miedo
de que ella te olvide, prefigurando el deseo de sus labios, pronosticando el dolor eterno
de su ausencia.
Así como un trébol resulta muy hermoso en un jardín y puede ser exageradamente pernicioso en un cultivo de maíz, la literatura se ve muy linda escrita pero en la mente se torna verdaderamente tóxica.
domingo, 29 de noviembre de 2015
lunes, 23 de noviembre de 2015
El polvo de la memoria
Más que por la ilusión de las fotos y el cine en blanco y negro, la memoria es
gris por el polvo. Como las cosas viejas que quedan quietas y se cubren de
gris. Al Beto lo recuerdo en ese tono impreciso, vestido del mismo gris con el que me imaginaba
aquella historia que contaba siempre con distintos matices. En todos sus
personajes, en todo Santiago, en sus palabras, había polvo, colgaban telarañas de memorias imprecisas.
En la calle la gente lo menciona. Muchos no asimilan la
novedad si no la amarran a lo conocido y, por eso, me dicen el nieto del
Beto por mucho que sepan mi nombre. Y con su nombre, reaparece su historia. La
historia. Aquella anécdota gris que nunca tenía fin. Contaba siempre la misma
aunque a veces la deformaba tanto que parecía otra; algunos días, con los ojos
iluminados, la contaba con gracia excepcional; en otras ocasiones, luego de
cinco o seis copas se volvía cómica, inentendible o francamente insoportable. En sus últimas ensoñaciones, sin embargo, el relato adquiría algo de triste
añoranza. Cansado, esperaba con angustia el fin de sus días, durante los cuales
no había podido agotar las diferentes versiones de la anécdota a pesar de
haberla repetido en mil ocasiones.
Era un día con viento rugoso, contaba, de esos que existen
en Santiago nada más. Y aquel fue un embrollo de aquellos. En esa tarde de
domingo, el Visco no tuvo otra que salir a definir el entrevero con la Bicha. Usaba esas palabras raras que tanto le agradaban y que no hacían más que adornar escenas que no terminaban de ser del todo claras. Con el tiempo entendí que la gracia que encontraba en su
monólogo radicaba en escoger siempre palabras diferentes para explicar lo
mismo, buscando que, con esas modificaciones, la historia también cambiara. El viento raspaba los días de calor allá en Santiago, contaba en otra sobremesa. Y el domingo se armó la
gorda. Literalmente, porque el Visco tuvo que salir a los tiros con su mujer.
Más que hablar, el abuelo soñaba. Con frecuencia manteníamos
nuestras conversaciones familiares en paralelo a su patológico monólogo y
nuestras voces se superponían en una escena grotesca que ya nos era habitual.
Pero Beto no se enojaba, era buen tipo, a veces levantaba la voz con
desconfianza y nos preguntaba si habíamos entendido la parte en que la Bicha se
enteró que su marido se acostaba con la almacenera, nosotros asentíamos en
silencio o simplemente no hacíamos nada y él proseguía.
Nadie conocía cuándo y por qué había comenzado a contar aquel enredo y a esa altura nos resultaba natural que lo haga, por otra parte, la gente que lo conoció antes del episodio había quedado en Santiago y de ellos nada sabíamos. Durante tantos años de escucharlo me había figurado la idea de que, cuando Beto estuviese seguro de dejar el mundo, nos iba a contar el final. Quién había matado a quién, si alguno seguía viviendo, si ambos terminaron en la cárcel o si lograron sobrevivir y continuaron con una relación de amor renovada. Pero se murió y nos dejó la intriga.
Era primavera cuando tío Checho me dijo a solas que Beto le había contado el final unos meses antes de morir. Cuando me reveló el secreto no me sorprendió, el final era el peor y la relación del Beto con el Vizco y la Bicha era más cercana de lo que daban a entender todos aquellos relatos. Tío Checho me dijo que Beto repetía la historia con el fin de entender su final, aquel que nos vedaba y que él, en cierta forma, también desconocía. Disfrazando la tragedia con liviano traje de anécdota, intentaba todos los fines de semana cambiar su pasado buscando las palabras adecuadas para recrearlo. Quería aliviar tanto dolor buscando una versión que cuadre a su entendimiento, que mitigue la lejanía de la sonrisa de la Bicha, de las palmadas del Vizco. Con palabras imprecisas, en palabras que siempre eran otras y estaban llenas de polvo, el abuelo se repetía la misma historia una y otra vez; y nosotros, sordos, nunca supimos ver las marcas de las lágrimas secadas por el viento rugoso de Santiago.
martes, 3 de noviembre de 2015
A los perdidos
A los que de tanto lavar los platos nos hacen fama de romper los vasos. O de tanto fingir sonrisas nos tildan de nihilistas. O por ser razonables nos parangonan con cobardes.
Que de
tanto remarcar desdibujamos. Que de tanto empeño la embarramos. Que de tanto
pensarlo lo arruinamos. De tanto recordarlo lo olvidamos. De tanto acariciarlo
lo rompemos. De tanto guardarlo lo perdemos. De tanto perseguirlo se nos
escapa. De tanto repetirlo se nos pasa. De tanto esperar no llegamos. De tanto
amagar le pifiamos. De tanto insistir parecemos testarudos y de tantas simples
ilusiones nos aplasta el mundo.
Nosotros
que de tan buenos somos boludos. Que ya nos acostumbramos a putearnos desde
afuera: no nos crean. No somos así porque queremos, es así como lo vendemos. La
cuestión es que no queremos ser buenos, este es nuestro secreto. Y, si parece
que lo somos, no nos crean: sucede que no podemos hacer las cosas de otra
manera.
Llevamos mate para caer bien por las tardes. Te
saludamos aunque nos caigas mal. Somos hincha de tu equipo. Estamos de acuerdo
con tu opinión. No parece bien eso que hacés. Eso que decís. Nos ponemos la
careta con orgullo, queriendo caerle bien a algunos, terminamos siendo odiados
por muchos.
Valoren al que
es bueno por fortaleza no por debilidad. Y a nosotros no nos juzguen por
ejercer de forma impía la benevolencia, por convertir al bien en un poder
nefasto. No hay ser humano que del olvido no sea buen pasto.
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