Dentro de la casa, la mosca era lo único que hacía
olvidar el encierro a Lucía, de la misma forma en que ella era lo único que distraía
a su tía de la cercanía de la muerte.
Aquel verano, la mosca pasó a ser más que una simple
diversión para Lucía. A la noche, cuando el silencio era más profundo, pasaba horas
enteras con la oreja pegada en la fría base de vidrio del vaso para poder
escuchar las mínimas vibraciones producidas por el insecto. Tenía la ilusión de
poder entenderla, de descubrir el lenguaje secreto de las moscas. Su obsesión
era cruel y lo sabía. Eso la fascinaba más pero también le pesaba, le hacía mal
saber que su placer y diversión dependía de la vida de un ser. Como Lucía nunca
pudo, ni podrá, hacerse cargo de sus debilidades, y dado que jamás había podido
liberar una mosca del vaso si no era ya muerta, pensó que su tía podría hacerlo.
Aquello fue sencillo, una mañana antes de salir al colegio dejó el vaso arriba de la mesa de la cocina y,
una vez que su tía lo encontró, la liberó no sin antes preguntar a los gritos
qué significaba ese vaso dado vuelta y con un bicho adentro. Por primera vez, Esther
hizo algo bueno por Lucía aunque jamás lo supo y, por primera vez, Lucía quiso
darle las gracias con algo de cariño aunque nunca se atrevió a hacerlo.