sábado, 26 de septiembre de 2015

Las sombras




Durante el viaje en colectivo, Gerardo entreteje el argumento de un nuevo texto. La historia transcurre en una época lejana de España. Un hombre, quizás González quizás Fernández, siendo de la corte del rey de Castilla, traicionaría la corona uniéndose a los devotos de un nuevo credo. En su nueva fe, el tal Fernández o González se iniciaría en el ocultismo. Mientras imagina la naturaleza de artificios clandestinos y rituales arcanos, a Gerardo se le eriza la piel poco a poco, en su mente vislumbra la historia de un perjuro descubierto y torturado por la fuerza oscura de la fe cristiana. Su imaginación es poderosa y contagia su cuerpo de impresiones verdaderas. El tal Fernández o González huiría de su ciudad; sudoroso por el peligro, tomaría sus pertenencias más valiosas y, ocultándolas en un hueco, enfrentaría el peligro de la inquisición. 

Mi cabeza despierta del devaneo ficticio, voy por la calle Arrotea ya casi llegando al parque municipal. La idea del relato parece un sueño, o una pesadilla, porque de inmediato la olvido y siento el hambre de la hora de almorzar. Una nube tapa el sol por unos segundos. Saco la vista de las casas que pasan y observo el interior del 540. El colectivo está lleno, hay gente parada a mi alrededor que disimula con el estatismo de su cuerpo la ansiedad por llegar y abrir la puerta de la heladera. Veo en sus caras pensamientos lejanos y preocupaciones ordinarias. Se ven parecidos; cuando lleguen a sus casas el perro les saltará encima, prepararán sus almuerzos, pondrán la tele y dormirán la siesta dando rienda suelta a sus desenfrenadas ansias de comodidad. Pero desconocen que observo con detenimiento sus defectos encandilados por tanta luz. Hay uno que escupe por la ventanilla. Otro no deja de tantear con dedos desesperados su celular de pantalla táctil, gritando los mensajes. Una mujer sentada en la fila de al lado cierra los ojos y respira entrecortadamente mientras descansa sus manos entre las piernas cruzadas; es obvio que su deseo suspira. 

La luz de mediodía es mucha, el sol me da en la nuca y me hace doler los pensamientos. A mis ojos, las figuras se vuelven siniestras. Casi me roza la campera de un pibe y lo miro sin diplomacia. Sus ojos hundidos me revelan la frecuencia de la cerveza. En su mirada adivino la seguridad de una vida estable, se refleja en el balbuceo, en el masticar de chicle, en la música chicharra que se escucha como un rumor que automatiza el pensamiento. Comienzo a olvidar el hambre que sentía hace unos momentos y no llego a distinguir la altura de la calle por la que vamos. Los pasajeros no se miran entre ellos, todos se concentran hacia las ventanas o en su celular. Cabe pensar que ninguno se conoce, pero ¿eso no es más motivo para tratar de reconocer con la mirada los rostros circundantes? No, soy el único que lo intenta. Actúan en consonancia, hacen lo mismo y de la misma manera. Menean sus cabezas. Miran para afuera y para abajo con movimientos alternados, que se vuelven cíclicos y acompasados. Si desean lo mismo y se mueven de forma similar no sería descabellado imaginar que actúan en mutuo acuerdo. 

Los pasajeros del 540, sin sospecharlo, se convierten en mi pesadilla. A mis ojos, aquellas imágenes despreocupadas comienzan a perturbarme, sus posturas indiferentes se tornan viciosas, sus miradas anónimas son tóxicas y su silencio me confirma secretamente que creen en el Dios destructivo de la inquisición. Me desespero. Los miro a los ojos y ellos no se dan a conocer, se mantienen reticentes, no confiesan lo que son, fingen que no saben de mi existencia, fingen desinterés en mi persona. No obstante, sé muy bien que soy el objetivo. Me remuevo en el asiento, la situación del observado, del perseguido, merece piedad divina, no este castigo. Busco refugio inútilmente en alguna cara conocida, en algún gesto de confianza, en alguna casa o negocio que me sean familiares pero nada de eso aparece en este lugar que se torna más hostil a cada segundo. Todo mi cuerpo es un torbellino de sensaciones, los pensamientos cada vez más oscuros de mis hostigadores ejercen una presión física en mi piel. Me mareo mucho, busco en la mochila las pastillas que mi vieja me da para no marearme en los transportes, pero en su lugar encuentro la única daga que logré rescatar del hospicio. ¡Quedad quieto, González Fernández!, me grita el mancebo de campera, a quien presto oídos con displicencia ¡No hay enemigo de Dios en este carro, aquí es el fin de vuestro viaje!, dice con fuerza dándose a conocer afecto al rey de Castilla y capturando mi cuerpo ya sin aliento.