martes, 18 de noviembre de 2014

¿Por qué está bien hacer compost?



Es una idea tan sencilla como desoladora: resulta que la descomposición de una fruta madura es igual a tu envejecimiento y posterior muerte. Andrey opina que el pensamiento es tan amargo que mejor evitarlo, pero resulta imprescindible para entender el valor del compost. El paso del tiempo corrompe los tejidos de una cebolla como lo hace con los tuyos, pero más nefasto es pensar que la muerte de las cosas termina en la inutilidad de juntar mugre en una esquina de la calle, o ensuciar un contenedor entre desechos plásticos o metálicos que terminan siendo inservibles. 

En cambio, conocer que la muerte de un tomate, como mi propia muerte, puede devenir en algo provechoso, produce en el corazón una paz que no puede describirse. De la descomposición de una rama nacen hongos y seres minúsculos que la vuelven tierra, y de esa tierra sale otro árbol. La idea de que sería mejor terminar en una pila de compost que en un cementerio me surge tan fúnebre como justa. Lo voy entendiendo, hacer compost está bien porque es darle un empujón al ciclo natural que comprende la continuidad de la vida y la muerte, el círculo vital del cambio presente en tantas creencias lejanas.

Pienso en esto mientras sigo asintiendo ante la mirada de Andrey, que quiere confirmar la completa comprensión de todo lo que él me explicó antes. -"Ajá, Andrey, entendí hasta lo que no dijiste"- le aseguro. Me levanto del pasto y agarro la mochila. La hora de irnos hace que hablemos de otras cosas.

lunes, 17 de noviembre de 2014

Hay veces en que...



Hay veces en que, queriendo contar las monedas, se te cae una con el entusiasmo de rodar varios metros y meterse ahí donde jamás la vas a recuperar. También hay días en que se te cae dentrífico en esa remera negra y limpia que tenés. O hay mañanas en que uno quiere pasar el té de taza y, por algún fenómeno seguramente explicado por la física y la dinámica de los líquidos, el té discurre tranquilo por todo el contorno de la taza inclinada mojando cualquier superficie menos el fondo de la otra taza donde uno tan inocentemente imaginaba que caería. En ocasiones el reloj apura y uno olvida la maldad de una media mal puesta; en el apuro te la ponés con la costura final un poco desviada de su eje horizontal y esa pequeña imperfección convierte cada paso en un infierno.

Hay veces en que pasan éstas cosas y otras parecidas, como si los objetos inertes acordaran actuar en tu contra, revelándose con toda su simplicidad ante el autoritarismo que tenemos cuando los manejamos. El mundo se torna del color más negro que se pueda imaginar. Los peores insultos se agolpan en la boca preparados para difamar el orden del cosmos. Entonces el día está a punto de colapsar en un agujero de irremediable mal humor. 

Así vas caminando por la calle, odiando cada paso. A todo el mundo. 

Hasta que esa persona pasa. Hablando por celular. Te mira. Y una sonrisa. Por un segundo ese mundo de muerte se diluye en el deseo. Una sonrisa tuya y la destrucción del mal humor es inmediata. El mundo de infortunios que persistía en tu cabeza no puede superar la felicidad dentro de su orden oscuro y se consume en la contradicción. La mirada de ella queda en la memoria inmediata y quizás desaparezca por completo en unos días, pero su acción ha sido indudable. No dejo de pensar en que los estados emocionales que se desmoronan con facilidad jamás son del todo verdaderos. 

En eso estás mientras la media sigue molestándote dentro de la zapatilla, pero tu mal humor se encuentra desactivado. En el mejor de los casos, y si la mirada llega al corazón, se puede disfrutar de la justa rebelión de las cosas: ¿cómo juzgar al té que escapa con valentía del destino de convertirse en orina humana?, ¿cómo no pensar que la moneda hace lo que debe cuando se esconde del ruin manoseo mercantil?, ¡qué bien están las cosas que se hacen odiar por aquellos incomprensivos e intolerantes seres humanos que desconocen la belleza de tu mirada! 

lunes, 10 de noviembre de 2014

Jamás la volverá a ver



No hay trenes en Lomas. ¡Arabella estaba tan cómoda sentada donde estaba! No odia los colectivos pero sí las paradas de colectivos. Odia estar en la calle y más esperando. A las siete lo esperaba Nicolás en su casa. Mira la hora, son las siete y cuarto pasadas; no puede llegar muy tarde porque la relación está bastante tensa para soportar la fricción de excusas imprevistas. Camina a la parada del colectivo porque no le queda opción, la idea de nuevos inconvenientes la lleva a pensar una vez más en su novio. Sin embargo, el día es lindo, ella se encuentra relajada y puede ver, por eso, las cosas con un poco de distancia. Piensa en la relación que lleva con él desde hace ya tres años. Una relación sin descanso, sin esas pausas necesarias que dejan tomar aire antes de emprender el esfuerzo más grande de toda persona: el largo esfuerzo del amor. Su relación con Nicolás ha sido desde siempre intensa, fue ésa la razón por la cual no pudieron tomarse nunca algunas semanas para repensar las diferencias. Ella sentía, desde lo hondo hasta lo superficial de su ser, su anhelo por las caricias de Nicolás. No obstante, él no era más que eso para ella, un montón de caricias vacías. Pasados tres años Arabella nunca había experimentado tanto el triste aliento de la infelicidad. Está segura de que sus días con Nicolás discurren en la equivocación.

Espera el 160, el 79 o el 74, cualquiera la deja bien. Por el orden inexplicable de las cosas un mensaje de Nicolás y una llamada de su jefe le llegan casi a la vez. El primero lo lee enseguida, suponiéndolo previamente: “Donde estás??”,  le escribe su novio. La inmediatez de la llamada imprevista no deja crecer el disgusto por el mensaje. Las primeras palabras de su jefe sonaron: “Hola Arabella. Lorena no puede viajar a Brasil por problemas personales surgidos a último momento. Iba a llamar a la agencia pero pensé en vos. El avión sale mañana temprano…”. Un viaje de trabajo por una semana a un país que siempre quiso conocer. Le responde que puede ir, que ya mismo armará las valijas. Arabella cruza la Avenida Espora y se toma un remis a su casa.

Nicolás, entretanto, espera con seguridad la llegada de Arabella. Tarde o temprano, junto a ella, llegaría la felicidad. Nicolás, como todos nosotros en el momento que antecede a la tragedia, creemos que conocemos el mundo, las personas y los sentimientos. O sabemos que conocemos sólo una fracción del mundo, pero que ese pequeño conocimiento nos basta para deducir el resto. Desde las siete y veinte hasta que terminó aquel día, Nicolás no dejó nunca de creer en que Arabella aún lo amaba y que ése día tendrían sexo en su cama.

Jamás la volverá a ver.

Como nunca pudo creer en la posibilidad de un mundo que escape a sus razones, así como renegó la existencia de la locura y la poesía en las fuerzas que ordenan las cosas, Nicolás sostendrá por siempre que la loca ha sido ella.