Juntos o, mejor dicho, a la
vez, quedaron en verse sin haberse visto nunca. Trataron de que sea algo más
bien casual, sin tantas vueltas. En un principio Él pensó en un bar o un café,
pero a Ella la idea no le gustaba, quería para ellos algo verdaderamente
especial e insistía con la idea de algo espontáneo. Él propuso entonces que
para verse por primera vez deberían irse de la ciudad por separado, en un
supuesto viaje personal de ambos y, de esta forma, encontrarse en otro lugar.
Pero Ella pensó que era una idea demasiado exagerada para la cita que tenía en
mente y propuso entonces que el encuentro sea en una sencilla parada de
colectivo. Él estuvo de acuerdo en casi todo, menos con la idea de permanecer
en pie durante el encuentro. Atenta, Ella propuso una idea que lo conformó en
absoluto. La parada en cuestión terminó siendo aquella del quiosco grande,
frente a la mueblería, donde Ella toma el 303 al trabajo y donde Él suele pasar
a diario. La hora fue pensada con similar condición y algunos vaivenes. Él
supuso que las 18:00 hs era un buen horario, pero a Ella no le gustaba y quiso
que se viesen a las 13:00 hs, creyendo que una cita casual debía darse en un
horario más bien grisáceo. Fue entonces que, sin hablarse siquiera, quedaron en
verse.
Tanto uno como otro intuían su
presencia pese a estar alejados, y se seducían con pensamientos de aire. La
luna jugaba con la luz del sol y encendía los pavimentos del mundo, pero no
adivinaba la lluvia de mañana. Ellos acostados, pasaban revista a los rostros
soñados pero en ninguno de ellos estaba la cara del otro. No intentaban
imaginarlo porque sabían que la posibilidad de tener alguna certeza era
totalmente vacía. Entonces, Ella cerró los ojos sin expectativas y luego Él.
Un viernes de llovizna. Él
partió de su casa cuarenta minutos antes de la una de la tarde, la hora exacta
de lo inexacto y lo imaginado. Ella lo hizo menos cuarto. Tanto Él como Ella se
dirigían al trabajo. Ella, caminando a la parada del quiosco, pensó que hizo
bien en vestirse con la ropa diaria, y Él, sentado ya en el 707, no se mostraba
muy ansioso por tan inesperado encuentro. En la ventanilla del colectivo las
gotitas también se encontraban entre ellas y contra el vidrio, se citaban sin
conocerse las unas a las otras y en medio de su viaje al piso. Mirando, Él pensaba
que cada una de ellas acercaba la hora de su propio encuentro, que podría haber
sido aquella fijada u otra cualquiera. Si algún pasante los viera sería incapaz
de reconocer en ellos a dos posibles enamorados. Él recordó a una chica que en
su escuela lo había enamorado de amor lejano y que era hermosa, pero la
convicción total de que no habría coincidencias con Ella lo mantenía alejado de
cualquier preocupación. Ella sacaba cuentas y se percataba de que llegaría
tarde al trabajo porque su hora de entrada era a las 13:30, deseó que el 303
llegara pronto.
Él mira un reloj de cuero. La
cita de ocasión estaba lista para darse. Cinco minutos faltan para las 13:00,
pero lo mismo daría si faltaran más o menos porque ellos se encargan con
eficiencia de ignorar que Él la verá a Ella y que Ella lo verá a Él. No había
expectativas ni ilusiones, de hecho, no estaba permitido ningún pensamiento
precedente acerca del asunto en cuestión ya que el mismo daría por nula
cualquier posibilidad de sorpresa. Prudentes y con vida ambos confluían hacia
la parada del quiosco grande por caminos distintos y sonreían sin saber nada.
Lo imprevisible es esencial, aunque sea de imitación. Y por lograrlo se
olvidaban del encuentro, de la hora, e incluso de ellos mismos.
Él, sentado en su colectivo,
mira por el vidrio y distingue la parada del quiosco grande. Allí estaba Ella,
que lo ve pasar. El 707 no se detiene. Ellos dos se miran entre el agua del
cielo y se desean. Son diez segundos. La cita concluye sin más. Y se olvidan sin
saber que con ellos también se chocan otras gotas de lluvia en el parabrisas de
la ciudad.