miércoles, 7 de mayo de 2014

En el cerro Corá



Marco nunca había sufrido tanto la falta de espacio en la camioneta, viajó con las rodillas  flexionadas hasta el pecho y tenía el cuerpo totalmente entumecido. Por suerte estaban llegando. La visita a Paraguay era parte del cronograma habitual de la familia Estigarribia, aunque este verano se veía inesperadamente incitada por la enfermedad del viejo Agustín. En él pensaba Marco, mientras las calles de asunción lucían por la ventanilla; recordaba la última imagen que había tenido de su abuelo el año anterior, siempre enérgico y contador de historias. Difícilmente sería la misma. 

Cuando llegaron, el alivio de Marco por sentir sus piernas liberadas contrastó de inmediato con la triste impresión de ver a su abuelo Agustín postrado en su dormitorio. -Hace dos días que le cuesta levantarse-, les dijo Estela. Los recibió con las sonrisas y bromas habituales, pero la noche siguiente su salud empeoró, el viejo Agustín Estigarribia tuvo que ser conducido al hospital. Había comenzado a toser sangre y su viejo cuerpo rechazaba los alimentos.

A las tres de la madrugada, Marco se quedó sólo en la sala con su abuelo que dormitaba anestesiado en la camilla más cercana. Paraguay no le gustaba y estar en ese lugar no mejoraba la situación, desde que llegó no hizo más que pensar en cuándo volvería a la Argentina. Agustín comenzó a susurrar cosas al principio ininteligibles y luego más claras. Susurraba despacio y calmo cosas que Marco no lograba distinguir.  

-Menos mal que estás vos, Marquitos, te quería hablar a vos- comenzó inesperadamente con los ojos cerrados. Marco se le acercó lo suficiente como para que su abuelo lo advirtiera. -Sí, sí, a vos te quería hablar. Te contaría lo que me pasó allá en el Cerro Corá, un día de muerte como el de hoy, pero no sé si hay tiempo, ¿hay tiempo?- Sí, sí, decime- le dice Marco. 

-Humm… el tiempo que quedaba en el Cerro Corá sí era poco, ya todo iba a terminar. ¿Te conté esta historia ya, Marquitos? Bueno, bueno, no importa la cuento de nuevo, me vas a escuchar ¿no?

En cuanto escuchó “guerra” y “Cerro Corá”, Marco identificó la historia de su ascendiente en séptima generación, Teniente Agustín Estigarribia, combatiente del ejército nacional en tiempos de la Gran Guerra. La escuchaba todos los veranos, al principio, cuando él era más chico, la historia no variaba demasiado, en los últimos años, en cambio, la historia era adornada de las formas más extrañas por la memoria deteriorada de Agustín. Al punto de que parecían siempre relatar hechos diferentes. Se la había trasmitido la memoria de su padre, era el más preciado de todos sus cuentos y de cierta manera el más literario también, en él arriesgaba alguna que otra metáfora.

-Te escucho, abuelo.

-Hacía un calor como el de hoy, Marquitos, y los árboles esperaban el alba de un día que llorará por siempre la gloria de los que murieron defendiendo su tierra. En el cerro el rocío nace con la primera luz y se evapora rápidamente. El bosque que atravesamos desconoce que ha sido el llanto y no la lluvia lo que lo ha regado durante los últimos años. En el amanecer se escucha la brisa, pero el paisaje es intranquilo: una multitud de brasileros apuran nuestra retirada. En los pies leñosos de este bosque el odio se va infiltrando como en un zapato que pisa el agua. Las aves surcan el miedo con su vuelo, desconocen la guerra y las naciones porque no se puede trazar límites políticos en el aire. Los chimangos gritan y advierten con hambre que aquella mañana la comida será escasa porque tienen prohibido por Ñanderurusú comerse a los nacidos en su tierra.

Son cuatro mil quinientos soldados brasileros contra cuatrocientos cincuenta defensores paraguayos que no defendemos ya nada aparte de nuestras pobres vidas. La retirada es el gesto más doloroso que queda al final de tanta guerra. Ninguno de nosotros miramos para atrás. En las filas invasoras se escucha una única mentira, la que proclama a Francisco Sólano López como el mayor de los tiranos y la amenaza más peligrosa sobre el continente.

Él mismo preside la partida, su presencia nos infunde confianza. La mitad de nuestra comitiva son mujeres, viejos y niños. Algunos pocos creyentes e ingenuos confían en que volveremos a nuestras casas vivos y como seres libres, mientras los demás apuramos el paso. Los triunfos heroicos quedan lejanos. Y el miedo nos cansa mucho los pies.

De los doscientos combatientes unos cincuenta somos verdaderos soldados. De todos ellos hay uno solo que vivió la guerra desde los primeros combates y ése habla, Teniente Agustín Estigarribia. He contemplado los matorrales del Mato Grosso, así como los esteros amenazantes del Iberá y los sangrientos pantanos de Tuyutí. También he visto las explosiones de los buques en el  Paraná y a mis oídos llegaron los rumores de cómo ocho mil soldados correntinos, a la manera de aquel Cruz del Martín Fierro, se negaron a luchar con el gaucho valiente que era el Paraguay, uniéndose a él y a toda una nación hermana.

Marco cayó en la cuenta de que su abuelo ya desvariaba. 

- En el Cerro Corá mis pasos cierran la partida. En mi calzado, el inocente rocío atenta mi ánimo con su traidora humedad. En mi cintura, una pistola alemana, un sable corvo y un facón mellado que no conservaría si no fuera de un amigo caído en Tuyutí. En mi corazón, la serenidad del fin. Pienso que si tuviera que elegir algún momento de la larga guerra para morir habría elegido el último, no por presuponer una vida un poco más larga, cosa insignificante, sino por la tranquilidad de saber que después de uno se encuentra el cambio ¿no, Marquitos? No hay nada más angustiante que pensar que incluso después de la muerte, la guerra y las desgracias continúan, como si ésta fuera por nada.

Un ejército diez veces mayor que el nuestro se acerca por el camino que vamos dejando. Será imposible evitar que en menos de una hora y media se pongan a tiro de fusil. Es necesario organizar una línea de defensa, aunque sea precaria. Se dispone que las mujeres y los pequeños continúen la marcha, e incluso se les sugiere que se desbanden por el bosque próximo, pero no lo hacen, ¡así de combativos somos! Nos detenemos en las orillas del arroyo Niguí. La luz aumenta aunque los árboles y las nubes tapan el sol en el horizonte. Las hierbas que pueblan el llano se achatan y el arroyo se silencia. La batalla se inicia. La última en la Gran Guerra. El mundo la ignora. Argentina y Uruguay comienzan a olvidar todo el mal trago. 

Nadie cree que más violencia de la habida hasta entonces fuera posible. A esas alturas todos eran perdedores. ¡Ignorantes!, nos atacan con la ilusión de una gloria ya del todo imposible: la situación de Brasil es también miserable, el imperio se encuentra devastado por tanta guerra, por la peste y la crisis.  

Entretanto nos van matando. El coronel Luis Caminos mira el cielo en el momento en que una flecha se le viene a clavar en el pecho: del otro bando hay tribus vendidas. El general Francisco Roa prefiere morir entre las rocas de un arroyo cercano. Benigno Ocampos es presa de privilegio porque Joao Feres no olvida su humillación en la batalla de Uruguayana. El Presbítero Francisco Espinoza, que cree en Dios, muere fusilado y puteando a los porteños traidores por cuestiones personales, siendo que él, tiempo atrás, era padre en una parroquia lejana de Buenos Aires. Algunas mujeres quedan prisioneras. 

El mariscal Francisco Solano López sigue a caballo y con su círculo más cercano logró apartarse hasta las aguas del arroyo Niguí, el mariscal pelea herido hace rato y los brasileños lo asedian, su cabeza tiene un precio alto. Es tarde para evitar la muerte deshonrosa del presidente, lo tumban del caballo y capturan a su esposa. El mariscal besa la bandera en un ademán tan exagerado que los brasileños atestiguan que intentó tragársela. Y tras explotarle un tiro en alguna parte del cuerpo exclama la frase célebre: ¡Muero con mi patria! escucharán unos pocos, ¡Muero por mi patria! atestiguarán los más sinceros.

Luego de su muerte todo es confuso. Un grupo de diez fuimos la última resistencia paraguaya en la Guerra de la Triple Alianza. No aguantamos mucho. Yo sostengo el sable corvo y me parapetaba de los tiros atrás de un tronco de yuquerí. Observo nítidamente los rayos del sol que se filtran oblicuos entre las nubes del este. Dejo sin vida a un soldado que se acerca confiado a mi posición. A lo lejos mi compañero no le va tan bien y lo sorprenden por atrás. Mal parado, aquel soldado del Paraguay es atravesado por una faca enemiga.

Soy, por tanto, el último paraguayo en tierra paraguaya. Algunos brasileños ya cantaban, a lo lejos. Comienzan a ultimar a los caídos, dispuestos a marcharse. Una bala me revienta por el costado. No la siento y tanteo la herida. ¡No puedo creer que el fin sea sin dolor alguno, que sea tan vacío, Marquitos! La tibia muerte me resbala por toda la parte baja de la espalda, pero es cálida, ¡y no duele! Me voy del árbol y voy a un largo prado que se extiende delante de mí, ¡me largo a correr, Marquitos, a correr!

El viejo Agustín comenzó a agitarse. Hacía ademanes y se incorporaba en la cama. Marco estaba estático viendo a su abuelo delirar, mientras la enfermera le aplicaba un anestésico. 

-No será una muerte honrosa pero no me importa. Unos que venían se burlaban del caso: o me alcanzan o me muero desangrado antes de llegar a la arboleda. Pero lo ridículo era pensar que corro por salvarme. Qué triste morir postrado como un enfermo si puedo sentir la energía de los músculos antes de que se me vaya el alma. Nadie sabe por cuánto el cuerpo quedará inerte bajo la tierra. ¡Corro! ¡Corro a toda velocidad, Marquitos! Es una desgracia morirse sin espíritu, sin sentir ninguna emoción por última vez; por eso hay miedo en mi corazón. ¡Ah, traidores!, ¿qué se creen?  ¡Corro como un niño asustado! ¡Qué lindo el sol, Marquitos! ¡Qué satisfacción despedir así a la sangre de toda una vida! No quiero morir como viví durante estos meses largos. ¡No quiero morir como un muerto!

Agustín calla, fatigado. Lentamente el sedante surte efecto. Marco se aguanta lágrimas que no son de él. La madre entra, Agustín dormía y respiraba regularmente. 

Marco sale del edificio, sin advertir a su madre, casi corriendo, sin aire. Mira de inmediato el cielo sin luna, las estrellas se ven bien. Camina rápido a su casa. Afuera, los nombres de las calles se parecen a los de la historia de su abuelo.

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