domingo, 8 de septiembre de 2013

Al próximo vagón


Entre trenes conocidos voy perdido. Camino con el ánimo mentir cortesías. De inventar sonrisas. Y en las que encuentro me refugio. A una mujer le hablo. Ella también finge. Y así, como si nada, encuentro cosas: unas ojotas, unas sandalias y un melón. En lugar de la mujer hay ahora un hombre. Lo miro a la cara y me veo dormido. Él me conoce y me dice que estoy cambiado, que ya soy grande. Me dice que cuando escriba algún sueño lo haga brevemente, para no aburrir.

Sigo. Dirijo una mirada torcida al hondo horizonte por donde vendrá el tren en cualquier momento. Me encuentro cansado. El cuerpo me pide quedarse, dormir y comer. Mi alma busca correr, conocer y perderse. Me siento y cabeceo del sueño. Soy uno, dos, tres. Imaginando un puente lo veo al revés, uniendo mares sobre la tierra.

Al fin me despierto. Y me desentiendo. El tren llega y me subo. Soy chico. Desparramados y pisoteados por la gente están todos los juguetes que mutilaba de pequeño. Veía a todos los regalos con ansias de que se arruinen pronto, y así poderlos intervenir con destornilladores y pinzas. Con maña los destruía. Siempre quería saber qué es lo que tenían adentro y siempre era menos de lo que imaginaba. Me chupo el dedo. Algunos pibes cancheros me joden porque soy gordo. Mejor me paso a otro vagón y crezco.

En la segunda fila de la derecha está sentada la muerte y su conciencia y empiezo a masturbarme a escondidas. Quizás en el asiento más lejano. Cuando termino decido pasar al siguiente vagón.

En el pasaje entre un vagón y otro hay lugar para el tránsito de una sola persona. Un chico quiere cruzar al mismo tiempo que yo. Ninguno de los dos retrocede y por un instante nuestros cuerpos coinciden en el espacio y el tiempo. Él se llama David, un chico que se drogaba antes de creer en Dios. Él y yo nos encontramos lejos, en Neuquén. Yo estoy por cumplir doce años y es un día hermoso entre las montañas. David está sentado al lado mío y habla despacio. Me cuenta del Señor mostrándome la Biblia que le regaló su mamá y escucho la paz de su alma. Me explica que dentro de nosotros hay dos perros, uno blanco y otro negro, peleando por el hueso del cuerpo. Y me enseña a orar. Un segundo pasa. Y luego nos alejamos.

Entro al furgón. Adelgazo. Mi adolescencia viaja con la mirada ensimismada en la ventanilla. Viendo nada. Como estúpida. Desencantada del mundo comienza a leer. Y lo hace con fervor. Así es como me creo un mundo imaginario. Creo en un mundo donde hay seres ilustrados y otros que son infatigables trabajadores, donde hay ignorantes y donde hay sátiros. No imaginaba que cada uno de nosotros era una mezcla de todos ellos. Vivo decepcionado de mis categorías tan simples y también de ver un mundo de egocéntricos que no andan muy equivocados. Quizás para entender el mundo solo baste entenderse a uno mismo. Pienso que Dios mismo es egocéntrico y lo niego. Cabizbajo voy yendo a otro vagón.

Empiezo a olvidar cosas. Mis primeros olvidos. Recorro las filas de los asientos con la mirada, me olvido de David y lo veo a Emilio de chico, a Micaela, a Ezequiel, recuerdos de algún recuerdo. En las últimas filas algunas parejas discuten de amor y me parecen personajes de Dostoievski. Leyéndolo es que intuyo que todos los problemas de amor son los mismos. Pero aún no los entiendo. Ya tengo un poco de barba y unas pocas chicas lindas me miran. Yo lo hago por curiosidad. Veo en sus miradas algo. Y veo pornografía. Y aprendo pocas cosas. Al mismo tiempo leo a Borges y otros. No los entiendo y me canso de leerlos. Pero algo me queda, algunas tristezas. El miedo de no poder salir nunca de mí me invade, entonces salgo a correr. Me escapo de mí mismo o lo intento. Trato de cerrar los ojos y ver hasta dónde llego antes de sentir que puedo desmayarme en el esfuerzo. Y de esta forma llego corriendo al último vagón.

Tengo la certeza de que no creceré más de alto y eso me hace pensar que he llegado a algún lado. Ya soy casi el que soy. Y mis pesadillas se hacen más imprecisas. Casi no son pesadillas. No me dan miedo ni me asustan. Me vuelvo loco, me muero, me enamoro, imagino historias, me siento amado e incluso combato termitas asesinas y juego al ping pong con Godzilla. En el último asiento de la derecha me veo dormido. Babeando la almohada.

Me bajo en Lomas de Zamora. No me voy de la estación. Espero sentado el tren que viene.