Ho y Shu nacieron en las afueras de Nantong. Junto a otros, ellos
segaban arroz en los campos. Ho era de brazos fuertes y perseverantes como los
del buey y nadie como él soportaba el peso de la labor durante los meses
estivales. Como el oscuro búho, Ho no dormía. Entre sol y sol y durante noches
de sombras y ayuno Ho segaba arroz hasta los lindes que sobrepasaban la vista
de cualquier hombre. Ho había sido búho y buey.
Mientras a Ho lo refrescaba el rocío de cada mañana a Shu el sudor
propio le empapaba la frente. A Shu todos lo reconocían por las melodías que
sus movimientos perpetraban en el aire. Sucedía que Shu era tan veloz que su
hoz silbaba al surcar el estático espacio entre espiga y espiga concertando
armonías imposibles. A él, el trabajo le aceleraba el pulso de su corazón y le
hacía creer en Dios. El vuelo de sus brazos imitaban al ibis y sus pies se
adelantaban como los de la liebre. Shu había sido ave y liebre.
Ho y Shu nacieron en las afueras de Nantong. No era la primera vez
que lo hacían. En su Existir, las vidas y sus nacimientos eran estaciones
pasajeras. Ho conocía el sabor de la madera de sauce y el olor del Nilo.
Había mudado cinco veces sus escamas y supo habitar durante cinco días en la
cabeza apiojada de un niño. Shu sabía tejer telas pegajosas en los rincones y aullar en las
noches de luna. Además, consiguió permanecer mil años en pie encarnado en un
viejo pino.
Memorias de inviernos largos, de muchos pelos y de vuelos
incansables se confundían en sus cabezas. En un campo anónimo de China, ya no
sabían si eran ellos mismos o el arroz que segaban.