viernes, 27 de diciembre de 2013

Hechizo de melancolía



Tomás se dirige al living mientras duerme su madre. El libro que siempre quiso está en lo más alto de la estantería. Lo asombraba su tamaño, imaginaba que oscuros hechizos lo engordaban. Para alcanzarlo saca un banco de madera de abajo de la mesa del comedor, se sube a él y estira el brazo lo más que puede. Mira la puerta que da al dormitorio antes de bajar del banco con el libro entre sus manos, se siente astuto. A sus seis años había entendido que algunas reglas impuestas no tenían sentido.

Estará dormida un tiempo más, piensa. Va hasta su cuarto y abre el volumen con cuidado, es viejo y tiene un pronunciado olor a humedad. Tenía algunos dibujos pero en su mayoría eran poemas. Se decepcionó porque los hechizos, según él, le enseñarían a mezclar cosas o hablaría de aquel  mundo vedado de los adultos, esperaba alguna especie de recetas, indicaciones anatómicas, algo de miedo. Pero eran simple canciones. Leyó en voz alta un fragmento al azar:

Las sombras aquí se pasean
de noche lloran vestidas,
la muerte de aquel rumorean
dan fin a sus vueltas e idas.

Nadie ve aquellas lágrimas frías,
Que en el manto oscuro son lluvia
Empapando la conciencia mustia.

No lo entendió. Se quedó raro, mirándose la panza, como si ella tuviera el secreto. Por las dudas lo leyó de nuevo. ¿De qué trataba? Se puso de mal humor porque no entendió nada. Escucha un ruido; su mamá se está levantando y él no se preocupa por esconder nada, deja el libro tirado sobre su cama y se va al patio. Sabe que lo van a retar. Piensa que tal vez esas palabras eran para ponerse así, medio mal. Quizás sentir malestar por no entenderlo significaba haberlo entendido. Se sintió mejor con esa idea y, melancólico, fue a comer galletas. Después de todo, podría haber sido un verdadero hechizo.   

martes, 10 de diciembre de 2013

Una vieja historia





Cuando el viento susurra canciones desde el bosque viejo, Adela se dirige hacia su árbol favorito y presta oídos a una nueva historia.
Por los valles más allá del río hay memoria de lo sucedido hace tiempo con tres generales de tres reinos distintos que, en lucha por tierras en triple frontera, habían hundido en la miseria a su reino y al pueblo entero. Agotados ya de aquella guerra que superaba siglos, decidieron librar su suerte a un juego milenario en donde ganaría aquel reino que pudiera presentar el ciudadano más sabio y de mayor ingenio. El juego milenario era largo; en sus variadas etapas cada conocedor debía demostrar distintas habilidades, pero era tanta la paridad de aquellas tierras en que en todos los parciales el empate era inevitable. La decimosexta etapa era la última y el empate no era posible porque el ganador sería decidido por el voto de un jurado de siete monjes de tierras extrañas que juraban equidad. La consigna era narrar la historia más antigua que supieran durante el tiempo que los jueces consideraran necesario. Si el juicio permanecía indeciso el contendiente tenía una oportunidad de referir la historia nuevamente o comenzar otra. La paridad continuó y el juego nunca logró su término. Los cuerpos de los contendientes perecieron y sus voces aún cuentan viejas historias en los viejos bosques.

martes, 3 de diciembre de 2013

Myaro y Nardela


Trovadores que guardan en sus cantos historias que ya nadie recuerda, refieren aquel olvidado amor de Myaro y Nardela. En las noches de luna cuentan la historia de cómo se amaron aquellos dioses en los oscuros tiempos de los días sin sol. Es leyenda tan vieja que ya nadie cree en ella, pero quienes la han oído tan sólo una vez no hacen más que esperar las noches sin luna para poder oírla nuevamente de la voz de los santos juglares. Acontece que todos aquellos recitadores en la comarca entera cuentan en la misma noche la misma historia que sin embargo nunca es la misma, porque es distinta a la anterior y su comienzo es lejano, remontándose a los comienzos del mismo universo. Así, desde el principio, la vieja leyenda de Myaro y Nardela no hace más que mutar en sucesivas noches oscuras y en sincronía en cada calle donde es cantada. Algunas voces son despreciativas y afirman que los trovadores son secta y se reúnen en conciliábulos consagrados a componer la bella historia sin fin. No hay ninguno, sin embargo, que desconozca la fidelidad de sus pocos oyentes. Maravillados por el encanto de cada episodio, sus seguidores comentan al día siguiente los nuevos caprichos de aquel amor divino, no pudiendo hablar de otra cosa durante días enteros. La poca gloria de estos dioses entre la común creencia no nubla el corazón de sus fieles oyentes, que escuchan, cada noche de luna, el devenir de sus propias pasiones. 

lunes, 2 de diciembre de 2013

El encargo



A Gerardo se le ocurre que son los edificios los que se mueven sobre las veredas cuando apura el paso. Es el empleado ideal y camina de memoria. Entre sus manos hay un encargo a nombre del jefe, un tipo con mucho gel en las ideas y asociado de una multinacional. Gerardo se detiene en el semáforo. Ése día algunos problemas personales lo encuentran de mal humor en las tareas que cumple a diario sin cuestionar y sin retraso; desde temprano un estrato en su mente amontona odio mientras su cuerpo se desenvuelve con habilidad en la ciudad. Semáforo en verde, le faltan tres cuadras para llegar a la oficina central del Abasto. Falta poco para dar fin al encargo y aminora el paso. No sabe lo que lleva entre manos, es una caja, eso sí, pero lo que hay dentro permanece desconocido. Se le ocurre algo y se predispone a escupir dentro de ella. Saca la cinta adhesiva con cuidado y antes de abrir las solapas de cartón le acude un prurito moral, su contenido puede ser de importancia y no sería capaz de ensuciar su buen trabajo por un arrebato que no serviría de nada. Es totalmente idiota de su parte. Hace seis meses que cumplió los veintiún años, todavía vive en una pensión con sus padres y no terminó el secundario, sólo la gracia de un tío suyo le ha conseguido este puesto en la empresa y verdaderamente lo necesita. Con algo de sobriedad reconsidera la pequeñez de sus problemas personales y continúa su camino. No sabe qué es lo que estaba mirando cuando pisa el excremento de un perro. Está a una cuadra de las oficinas donde tiene que entregar el pedido. Unos metros antes, en la entrada de un gran edificio de departamentos, se detiene y en el poco césped que rodea un árbol intenta limpiarse bien el zapato. No puede, la caca se le había corrido al costado de la suela. Recuerda la noticia que anoche le había dado su novia, estaba dispuesta a abortar su embarazo. Gerardo intenta pensar en otras cosas, en el partido del finde, por ejemplo. Pero entiende que, hasta que consiga una solución, necesita de pequeñas descargas. Se vuelve disimuladamente a la entrada del departamento vecino, abre las solapas de la caja y escupe su amargura dentro de ella. Se recompone. Respira hondo; nadie lo vio. Cierra la caja de nuevo y la entrega. 

sábado, 12 de octubre de 2013

El enamorado del circo


                                                       
En las afueras de una gran ciudad la gente se acerca entusiasmada al circo. El día está nublado y  el público está inquieto. Muchos han visto los afiches en las calles, otros han escuchado los buenos comentarios. Es un buen día de espectáculo. Los ánimos convergen en busca de alegría y diversión. Se abren las boleterías y una multitud se adentra en el universo circense. Casi todos buscan con mirada ansiosa aquel fenómeno que protagoniza las propagandas. El célebre prodigio de la compañía. Pero no ven nada. Por el momento la atención general se detiene en las enormes fieras y sus domadores, en la mujer barbuda, el faquir y el hombre más fuerte del mundo. Un puñado de payasos hace su número en distintos puntos del predio. Algunos espectadores advierten una gran jaula cubierta con una espesa manta. Situada a la derecha del león está oculto el fenómeno. Es la mayor atracción y no será presentada sino hasta las doce. Faltan pocos minutos y los parlantes lo anuncian. El público se agolpa en las barreras de contención y las miradas se encuentran extasiadas. El presentador sube a una tarima y anuncia con pompa un caso que dejará pasmado al que lo contemple, la estrella del circo, el prodigio que nadie jamás ha visto en el mundo. Sin más preámbulo tira de una cuerda y el telón se descubre mientras su voz proclama: “con ustedes, señoras y señores: la persona más enamorada del mundo”. La reacción en todos los espectadores es unánime, nadie pestañea, los más quedan boquiabiertos y no faltan las que, asombradas, ahogan un grito de sorpresa. El fenómeno es verdaderamente llamativo. Detrás de unos fuertes barrotes adecuados al caso se encontraba una persona enamorada como nunca se ha visto. Las expectativas del público son cumplidas con creces, nunca han visto ni pensado algo igual. La multitud desfila frente a él. La maravilla los mira estático desde su encierro. Los que lo miran susurran expresiones de admiración y algunos le tiran pedazos de pan, devorados con ferocidad. La tarde transcurre y el público se retira lentamente, aún aturdidos por tan gran espectáculo.                                                                                          

domingo, 8 de septiembre de 2013

Al próximo vagón


Entre trenes conocidos voy perdido. Camino con el ánimo mentir cortesías. De inventar sonrisas. Y en las que encuentro me refugio. A una mujer le hablo. Ella también finge. Y así, como si nada, encuentro cosas: unas ojotas, unas sandalias y un melón. En lugar de la mujer hay ahora un hombre. Lo miro a la cara y me veo dormido. Él me conoce y me dice que estoy cambiado, que ya soy grande. Me dice que cuando escriba algún sueño lo haga brevemente, para no aburrir.

Sigo. Dirijo una mirada torcida al hondo horizonte por donde vendrá el tren en cualquier momento. Me encuentro cansado. El cuerpo me pide quedarse, dormir y comer. Mi alma busca correr, conocer y perderse. Me siento y cabeceo del sueño. Soy uno, dos, tres. Imaginando un puente lo veo al revés, uniendo mares sobre la tierra.

Al fin me despierto. Y me desentiendo. El tren llega y me subo. Soy chico. Desparramados y pisoteados por la gente están todos los juguetes que mutilaba de pequeño. Veía a todos los regalos con ansias de que se arruinen pronto, y así poderlos intervenir con destornilladores y pinzas. Con maña los destruía. Siempre quería saber qué es lo que tenían adentro y siempre era menos de lo que imaginaba. Me chupo el dedo. Algunos pibes cancheros me joden porque soy gordo. Mejor me paso a otro vagón y crezco.

En la segunda fila de la derecha está sentada la muerte y su conciencia y empiezo a masturbarme a escondidas. Quizás en el asiento más lejano. Cuando termino decido pasar al siguiente vagón.

En el pasaje entre un vagón y otro hay lugar para el tránsito de una sola persona. Un chico quiere cruzar al mismo tiempo que yo. Ninguno de los dos retrocede y por un instante nuestros cuerpos coinciden en el espacio y el tiempo. Él se llama David, un chico que se drogaba antes de creer en Dios. Él y yo nos encontramos lejos, en Neuquén. Yo estoy por cumplir doce años y es un día hermoso entre las montañas. David está sentado al lado mío y habla despacio. Me cuenta del Señor mostrándome la Biblia que le regaló su mamá y escucho la paz de su alma. Me explica que dentro de nosotros hay dos perros, uno blanco y otro negro, peleando por el hueso del cuerpo. Y me enseña a orar. Un segundo pasa. Y luego nos alejamos.

Entro al furgón. Adelgazo. Mi adolescencia viaja con la mirada ensimismada en la ventanilla. Viendo nada. Como estúpida. Desencantada del mundo comienza a leer. Y lo hace con fervor. Así es como me creo un mundo imaginario. Creo en un mundo donde hay seres ilustrados y otros que son infatigables trabajadores, donde hay ignorantes y donde hay sátiros. No imaginaba que cada uno de nosotros era una mezcla de todos ellos. Vivo decepcionado de mis categorías tan simples y también de ver un mundo de egocéntricos que no andan muy equivocados. Quizás para entender el mundo solo baste entenderse a uno mismo. Pienso que Dios mismo es egocéntrico y lo niego. Cabizbajo voy yendo a otro vagón.

Empiezo a olvidar cosas. Mis primeros olvidos. Recorro las filas de los asientos con la mirada, me olvido de David y lo veo a Emilio de chico, a Micaela, a Ezequiel, recuerdos de algún recuerdo. En las últimas filas algunas parejas discuten de amor y me parecen personajes de Dostoievski. Leyéndolo es que intuyo que todos los problemas de amor son los mismos. Pero aún no los entiendo. Ya tengo un poco de barba y unas pocas chicas lindas me miran. Yo lo hago por curiosidad. Veo en sus miradas algo. Y veo pornografía. Y aprendo pocas cosas. Al mismo tiempo leo a Borges y otros. No los entiendo y me canso de leerlos. Pero algo me queda, algunas tristezas. El miedo de no poder salir nunca de mí me invade, entonces salgo a correr. Me escapo de mí mismo o lo intento. Trato de cerrar los ojos y ver hasta dónde llego antes de sentir que puedo desmayarme en el esfuerzo. Y de esta forma llego corriendo al último vagón.

Tengo la certeza de que no creceré más de alto y eso me hace pensar que he llegado a algún lado. Ya soy casi el que soy. Y mis pesadillas se hacen más imprecisas. Casi no son pesadillas. No me dan miedo ni me asustan. Me vuelvo loco, me muero, me enamoro, imagino historias, me siento amado e incluso combato termitas asesinas y juego al ping pong con Godzilla. En el último asiento de la derecha me veo dormido. Babeando la almohada.

Me bajo en Lomas de Zamora. No me voy de la estación. Espero sentado el tren que viene.  

lunes, 1 de abril de 2013

Ho y Shu



Ho y Shu nacieron en las afueras de Nantong. Junto a otros, ellos segaban arroz en los campos. Ho era de brazos fuertes y perseverantes como los del buey y nadie como él soportaba el peso de la labor durante los meses estivales. Como el oscuro búho, Ho no dormía. Entre sol y sol y durante noches de sombras y ayuno Ho segaba arroz hasta los lindes que sobrepasaban la vista de cualquier hombre. Ho había sido búho y buey.

Mientras a Ho lo refrescaba el rocío de cada mañana a Shu el sudor propio le empapaba la frente. A Shu todos lo reconocían por las melodías que sus movimientos perpetraban en el aire. Sucedía que Shu era tan veloz que su hoz silbaba al surcar el estático espacio entre espiga y espiga concertando armonías imposibles. A él, el trabajo le aceleraba el pulso de su corazón y le hacía creer en Dios. El vuelo de sus brazos imitaban al ibis y sus pies se adelantaban como los de la liebre. Shu había sido ave y liebre.  

Ho y Shu nacieron en las afueras de Nantong. No era la primera vez que lo hacían. En su Existir, las vidas y sus nacimientos eran estaciones pasajeras. Ho conocía el sabor de la madera de sauce y el olor del Nilo. Había mudado cinco veces sus escamas y supo habitar durante cinco días en la cabeza apiojada de un niño. Shu sabía tejer telas pegajosas en los rincones y aullar en las noches de luna. Además, consiguió permanecer mil años en pie encarnado en un viejo pino.

Memorias de inviernos largos, de muchos pelos y de vuelos incansables se confundían en sus cabezas. En un campo anónimo de China, ya no sabían si eran ellos mismos o el arroz que segaban.  

jueves, 7 de marzo de 2013

Ellos dos


Juntos o, mejor dicho, a la vez, quedaron en verse sin haberse visto nunca. Trataron de que sea algo más bien casual, sin tantas vueltas. En un principio Él pensó en un bar o un café, pero a Ella la idea no le gustaba, quería para ellos algo verdaderamente especial e insistía con la idea de algo espontáneo. Él propuso entonces que para verse por primera vez deberían irse de la ciudad por separado, en un supuesto viaje personal de ambos y, de esta forma, encontrarse en otro lugar. Pero Ella pensó que era una idea demasiado exagerada para la cita que tenía en mente y propuso entonces que el encuentro sea en una sencilla parada de colectivo. Él estuvo de acuerdo en casi todo, menos con la idea de permanecer en pie durante el encuentro. Atenta, Ella propuso una idea que lo conformó en absoluto. La parada en cuestión terminó siendo aquella del quiosco grande, frente a la mueblería, donde Ella toma el 303 al trabajo y donde Él suele pasar a diario. La hora fue pensada con similar condición y algunos vaivenes. Él supuso que las 18:00 hs era un buen horario, pero a Ella no le gustaba y quiso que se viesen a las 13:00 hs, creyendo que una cita casual debía darse en un horario más bien grisáceo. Fue entonces que, sin hablarse siquiera, quedaron en verse.
Tanto uno como otro intuían su presencia pese a estar alejados, y se seducían con pensamientos de aire. La luna jugaba con la luz del sol y encendía los pavimentos del mundo, pero no adivinaba la lluvia de mañana. Ellos acostados, pasaban revista a los rostros soñados pero en ninguno de ellos estaba la cara del otro. No intentaban imaginarlo porque sabían que la posibilidad de tener alguna certeza era totalmente vacía. Entonces, Ella cerró los ojos sin expectativas y luego Él.
Un viernes de llovizna. Él partió de su casa cuarenta minutos antes de la una de la tarde, la hora exacta de lo inexacto y lo imaginado. Ella lo hizo menos cuarto. Tanto Él como Ella se dirigían al trabajo. Ella, caminando a la parada del quiosco, pensó que hizo bien en vestirse con la ropa diaria, y Él, sentado ya en el 707, no se mostraba muy ansioso por tan inesperado encuentro. En la ventanilla del colectivo las gotitas también se encontraban entre ellas y contra el vidrio, se citaban sin conocerse las unas a las otras y en medio de su viaje al piso. Mirando, Él pensaba que cada una de ellas acercaba la hora de su propio encuentro, que podría haber sido aquella fijada u otra cualquiera. Si algún pasante los viera sería incapaz de reconocer en ellos a dos posibles enamorados. Él recordó a una chica que en su escuela lo había enamorado de amor lejano y que era hermosa, pero la convicción total de que no habría coincidencias con Ella lo mantenía alejado de cualquier preocupación. Ella sacaba cuentas y se percataba de que llegaría tarde al trabajo porque su hora de entrada era a las 13:30, deseó que el 303 llegara pronto.
Él mira un reloj de cuero. La cita de ocasión estaba lista para darse. Cinco minutos faltan para las 13:00, pero lo mismo daría si faltaran más o menos porque ellos se encargan con eficiencia de ignorar que Él la verá a Ella y que Ella lo verá a Él. No había expectativas ni ilusiones, de hecho, no estaba permitido ningún pensamiento precedente acerca del asunto en cuestión ya que el mismo daría por nula cualquier posibilidad de sorpresa. Prudentes y con vida ambos confluían hacia la parada del quiosco grande por caminos distintos y sonreían sin saber nada. Lo imprevisible es esencial, aunque sea de imitación. Y por lograrlo se olvidaban del encuentro, de la hora, e incluso de ellos mismos.

Él, sentado en su colectivo, mira por el vidrio y distingue la parada del quiosco grande. Allí estaba Ella, que lo ve pasar. El 707 no se detiene. Ellos dos se miran entre el agua del cielo y se desean. Son diez segundos. La cita concluye sin más. Y se olvidan sin saber que con ellos también se chocan otras gotas de lluvia en el parabrisas de la ciudad. 

martes, 1 de enero de 2013

Un vuelo



Entre las ramas de la Santa Rita aleteaba, subía y bajaba en vuelo admirable un picaflor o colibrí que visitaba muchas flores de muchas plantas en su aleteo perfecto, apenas perceptible. Sabía, por el martín pescador, que, así como las parejas que deciden engañarse se autodestruyen, la vida de un picaflor termina cuando decide dedicar su labor a una flor individual, anomalía infrecuente entre los de su especie. La advertencia fue clara: el amor y la fidelidad eran la peor condena.

Un día de nubes nocturnas el ave visitaba a su planta predilecta, aquella de flores hablantes. Su indiferente picoteo se detuvo ante una infloresencia distinta, ella le habló y lo que no debía suceder ocurría sin reversión posible: el picaflor se estaba enamorando.

Encegueció su vista y el descubrimiento de la fidelidad llenó su estómago de comodidad. Sus visitas por día a la inflorecencia hablante no podían contarse y pronto la pobre requerida agotó todo su nutritivo néctar y nuestro protagonista comenzó a tener hambre.

Las necesidades físicas se aplacan fácilmente con firme voluntad, y optó por quedar en compañía de su enamorada de forma permanente. El picaflor distraía a su amada con largas charlas, su vuelo ya no era ascendente ni admirado. Su posición era necesariamente la más quieta; cuanto más estático permanecía él, más podía contemplar su perfección. Tal esfuerzo desgastaba sus plumas y agotaba su corazón.

El tiempo, a su tiempo, envejecía a la flor que perdía su firmeza y opacaba su voz. El ave tan enflaquecida como persistente acababa ya con sus pocos ánimos. De sus ciento cincuenta plumas le quedaban unas veinticinco ya débiles y algo apiojadas. Su panza se llenaba de elogios y promesas extenuadas y su corazón era sostenido por la vieja corola de aquella flor marchita.

Un día la flor cayó de muerte para volverse tierra y el picaflor se encontró solo en el mundo. Triste sin palabras decidió guardar su fidelidad en silencio. Había conocido el amor unívoco y por eso mismo tan incomparable, la fatalidad estaba consumada. Tomó algunas fuerzas del aire y buscó sin suerte alguna flor de la cual alimentarse. Se vio frustrado y confundido: ninguna era igual a ella. Una enfermedad progresaba y en su desesperación visitaba a otras flores luminosas, rosas ordinarias, claveles voladores y alguna que otra azucena. El desconsuelo descomponía su corazón y sus huesos se despedían de su carne.

La muerte pudo con él. Su vuelo exánime cruzó el aire y dirigió su cuerpo desplumado hacia el suelo. Y por primera vez se lo pudo ver volando de arriba hacia abajo. Era de no creer, algunos pájaros conocían su dolencia y eran compasivos. Otros, influenciados por las malas lenguas, afirmaban que sólo caía.