martes, 20 de noviembre de 2012

No hay luz ni héroes




Por la 205 un camión parece fumigar las estrellas con su humo. Llegaba con lentitud a su destino. El parco velo de una noche calurosa cubría el mundo de afuera y hacía que su cabina se volviese más cómoda. Fernando se remueve en su asiento con pausa, sabe que está demasiado gordo. Para evitar la soledad rugosa del pavimento hablaba solo. “Vamos Fernando, dos horitas nomás, dos horitas y llegamos… no seas hijo de puta, comiste y dormiste todo el día…”.  

Entró al pueblo. Una irregularidad lo obligó a detenerse. Vio que en la guantera su hijo había pegado una etiqueta del hombre araña, y recuerda que mañana iba a ser el día del niño. Son las once menos cuarto. Del hombre araña sus ideas viajan al titán Martín Karadagián, a las tomas del Caballero Rojo y a la energía del Súper Pibe, ídolos y héroes de la infancia. 

Una sonrisa amplia y sin afeitar rememoraba aquel deseo sincero de ser uno de aquellos personajes tan queridos. Conservaba aún el verdadero sentido de la justicia y la moral totalmente irreprochable, casi religioso. Su devoción natural hacia la familia y el trabajo, se distinguía entre el volumen de su carne y su afición al alcohol como los faros de un coche en la ruta nocturna.

La vida lo quiso ahí mismo, en ese momento, donde a pocos metros el negocio de la estación de servicio estaba siendo asaltado.

Armas de fuego, capuchas y ademanes furiosos animaban una escena de violencia. Gritos, tiros y corridas. A los ojos de Fernando se despliega la realidad compleja. La efervescencia del momento escapa a la lentitud de su pulso, que no comprende aquella situación de vida o muerte. Los pensamientos heroicos se tornan incómodos, estúpidos. Piensa en lo que puede hacer y en su querido hijo durmiendo. Sangre inconveniente y causas complicadas hacen de Fernando una estatua inmóvil. El drama de la situación concluye. Los ladrones huyeron, el patrullero tardará unos minutos en llegar. El tiempo le devuelven la calma a la calle y él vuelve a su camión. Ve la hora, son las once y veinte pasadas. 

“¡Qué mierda!”, dice sin saber bien a qué o a quién se refiere. Prende la radio apagada con un ánimo esforzadamente tranquilo. Enciende el motor y en sus oídos la voz del locutor no es escuchada. Le queda todavía un miedo extraño. Se siente ridículo. En Lobos todavía no hay luz. Ni héroes.